No comparto el temor de quienes, en los medios de comunicación, hablan y escriben sobre los graves peligros -internos y externos- que enfrentará nuestro país si se sigue adelante con la Reforma al Poder Judicial.
México puede y debe, hoy más que nunca y gracias al enorme bono democrático con el que cuenta, permitirse la arrogancia de sentirse libre y actuar soberana y firmemente.
Lo realmente riesgoso sería titubear, posponer o peor todavía cancelar el compromiso solemne contraído con la ciudadanía en las pasadas elecciones generales.
Fallarle a los casi 36 millones de votantes que se pronunciaron en las urnas por continuar, consolidar y profundizar la transformación del país -lo que depende en gran medida de la aprobación de las reformas constitucionales- conduciría, a mi juicio, a una irreversible crisis política y social.
¿De qué sirve entonces la democracia? Se preguntarían y con razón, quienes consciente, libre y limpiamente como lo establece la Constitución, salieron a votar el 2 de junio. Ceder ante las presiones de los Estados Unidos, las entidades financieras internacionales y los poderes fácticos locales sería una traición imperdonable.
Con la dignidad y la decisión soberana de un pueblo que ha sido capaz, además, de dos proezas democráticas sucesivas y extraordinarias; la del 2018 que llevó al poder a Andrés Manuel López Obrador y la de este mismo año que llevará a Claudia Sheinbaum Pardo a Palacio, no se juega ni se negocia.
Eso han de entenderlo nuestros vecinos del norte. Como socios han de tratarnos y no como subalternos; nada tienen que enseñarnos sobre lo que es la democracia. México no se mete en sus asuntos; ellos no tienen derecho de meterse en los nuestros. Atrás quedaron los tiempos en que aquí se hacía lo que Washington ordenaba. En pausa seguirá, mientras no lo entienda, el embajador Ken Salazar.
La firmeza y la claridad son, cuando se trata de lidiar con una potencia de ese tamaño, las mejores armas y en eso son expertos tanto Andrés Manuel como Claudia.
Con un palmo de narices se quedarán quienes, tanto en el extranjero como aquí, apuestan a una ruptura entre ellos. La Presidenta no hereda las reformas constitucionales de su antecesor como muchos especulan; ella -en tanto que sabe que de esas reformas depende el éxito de su gestión- es una firme impulsora de las mismas y en especial de la del Poder Judicial.
Y si la firmeza y la claridad funcionan para tratar con los estadounidenses, han de servir también para lidiar con los poderes fácticos en México y con lo que queda de la oposición conservadora. Suele decir López Obrador que quien “se aflige se afloja” y tiene razón. Aguantar a los vecinos y rendirse ante los adversarios locales -por más poderosos que estos sean- sería impensable tanto en él como en Claudia.
Echarán los conservadores toda la carne al asador, buscarán alianzas en el extranjero para desestabilizar al país, golpear la moneda, tratar de hacer difícil el primer tramo del próximo gobierno; el problema es que, en esos empeños, de resultar exitosos, ellos mismos y sus empresas pagarían -antes que nadie- las consecuencias.
Patético y muy poco rentable resulta, por otro lado, el discurso estridente y melodramático de los más insignes intelectuales de la derecha conservadora. Aquí no está en riesgo de morir la República, aquí no se va a instaurar una dictadura. Eso nadie, con dos dedos de frente, puede creerlo; menos todavía después de la fiesta democrática que vivimos.
Reformar, regenerar al Poder Judicial -una demanda que comparten millones de mexicanas y mexicanos y contra la que se alzan sólo unos cuantos- es la mejor forma de afianzar y fortalecer la democracia en nuestro país. Tocará resistir, persistir y vencer y de esto, tanto el Presidente que se va como la Presidenta que llega, lo saben todo.