El conocimiento intergeneracional y un vínculo emocional con el estero Santa Cruz ha llevado a familias de Bahía de Kino a buscar la recuperación de la almeja arrocera. “Yo lo hago por mi hijo de un año y por mi papá, que al final de su vida ya no pudo pescar almeja”, dice una activista.
WIRED
En Bahía de Kino, Sonora, mujeres de distintas generaciones lideran un esfuerzo comunitario para recuperar la almeja arrocera (Chione fluctifraga), una especie que ha sido base de la pesca local en el Estero Santa Cruz. A través del intercambio de saberes empíricos y técnicas científicas, buscan restaurar este ecosistema clave del Golfo de California, afectado por años de contaminación causada por descargas de residuos y fertilizantes de la industria camaronera. El trabajo conjunto ya muestra avances en la recuperación del entorno.
Delfina Mendoza, cofundadora de la Sociedad Cooperativa Mujeres del Mar de Cortés, recuerda cuando de niña acompañaba a sus padres pescadores al estero. “Había almeja por donde quiera que entraras a la laguna, y eran almejas grandes”, dice. La especie comenzó a escasear por la sobreexplotación y una helada que devastó los bancos naturales. “Al hacer un monitoreo en la zona, descubrimos que ya no quedaba nada de lo que antes abundaba”.
La cooperativa fue fundada en 2015 con el apoyo de la asociación civil Comunidad y Biodiversidad (COBI). Desde entonces, las integrantes se han capacitado en maricultura y desarrollan un proyecto integral que combina conocimientos sociales, biológicos y pesqueros para repoblar el estero. Trabajan en siete hectáreas bajo un permiso de acuacultura de fomento otorgado por Conapesca en 2018. Aunque comenzaron siendo tres, la pandemia marcó la pérdida de una compañera. Poco después, integraron a más compañeras, entre ellas, sus hijas, para fortalecer el trabajo y adaptarse a las herramientas digitales.
“Yo llegué a la cooperativa por algo tan sencillo como que mi mamá me pedía ayuda para prender la cámara del Zoom”, cuenta Laura Lisette Acuña Wuicochea, hija de una de las fundadoras, y actual presidenta. Ecóloga de formación, Laura gestiona permisos, organiza reportes, descarga convocatorias de financiamiento y comunica a COBI el monitoreo del crecimiento de las almejas.
Tecnología, ciencia y comunidad
Al inicio de la temporada, entre noviembre y diciembre, las mujeres reciben las semillas de almeja, “tan pequeñas que parecen lentejas”, dice Cristina Aguado, integrante de la cooperativa. “Las hemos visto muy pequeñitas con el microscopio en el laboratorio, y es una emoción verlas desplazarse en el fango, esconderse de los depredadores”, agrega María de Jesús Martha.
El equipo realiza visitas semanales de vigilancia, monitoreo o limpieza en la zona sembrada. Luego, comunican sus hallazgos a COBI para el análisis de la información.
Durante una visita de la Agencia Francesa de Desarrollo (AFD), mostraron cómo delimitan cuadrantes con tubos de PVC y geolocalizadores para asegurar el seguimiento. Caminan entre uno y dos kilómetros en el lodo con botas, otras con calcetines, porque este camino parece comerse los zapatos y, entre risas, recuerdan las caídas que han tenido.
Para recolectar las almejas, utilizan pequeños rastrillos con los que suelen extraer entre 25 y 30 ejemplares por cuadrante. Seleccionan una muestra aleatoria para medir peso y talla con vernier y báscula, y registran sus hallazgos. También llenan una bitácora de vigilancia, donde anotan observaciones generales del sitio desde la llegada, como la presencia de personas o basura.
Sin embargo, el olor fétido predomina durante la visita, pues el drenaje de los cultivos de camarón ha provocado acidificación del estero, malos olores y lodo que impide el desarrollo de otras especies.
La economía azul como horizonte
“Antes sembrábamos y era una tristeza ver que no había nada”, dice Laura Wuicochea, madre de Laura Acuña. Tras un cambio en la metodología y dejar de engordar las semillas de almeja, comenzaron a sembrarlas directamente en el sustrato. “Ellas se entierran de inmediato y viven del medio natural”, explica.
El ajuste ha facilitado el repoblamiento. Hoy, las almejas vuelven a ser extraídas por pescadores y aparecen incluso en zonas no sembradas. “Ella solita va desovando, entonces se va llenando todo”, dice Laura Acuña. “La última vez encontramos en la orilla desde muy chiquititas hasta almejas grandes que ya han muerto, pero de viejitas”. La cooperativa considera empezar a vender almeja en platillos para darle un valor agregado, para lo que requerirá más manos.
Este modelo comunitario responde a los principios de la economía azul: regenerar ecosistemas, crear empleos sostenibles y fortalecer el bienestar local. En la Tercera Conferencia de la ONU sobre los Océanos, celebrada del 9 al 13 de junio en Niza, Francia, una de las temáticas es la visibilización de iniciativas que nacen desde las comunidades y requieren apoyo para lograr la meta de proteger el 30% de los océanos para 2030.
El financiamiento externo ha sido clave. Las Mujeres del Mar de Cortés han recibido apoyo de Prescott College, el Instituto de Acuacultura del Estado Sonora (IAES), la Comisión Nacional de Áreas Naturales Protegidas (Conanp), AFD y COBI. Aunque en su momento dichos fondos les permitieron sostener a sus familias, los recursos actuales resultan limitados. La última aportación, de 32,000 pesos, fue utilizada para sembrar 450,000 semillas de almeja.
Un acto de memoria y resistencia
La recuperación del Estero Santa Cruz es también una historia de mujeres, de ciencia comunitaria y de vínculos profundos con la naturaleza. Según la ONU, las mujeres representan el 50% de la fuerza laboral en la pesca a nivel global, aunque muchas han sido invisibilizadas.
En Bahía de Kino, mujeres que antes no participaban directamente en esta actividad han enfrentado discriminación y malos tratos, pero han persistido. Para Delfina y Laura Wuicochea, sanar el estero es también revivir su infancia junto a sus madres. Para sus hijas, es la oportunidad de crear nuevos recuerdos.
“Yo lo hago por mi hijo de un año y por mi papá, que al final de su vida ya no pudo pescar almeja”, cuenta Julia Campos, de 29 años. “Aunque a mí me llamen ‘ecoloca’, yo sé que esto vale la pena”.
Varias integrantes también forman parte de los ‘Ecoeducadores de la Bahía’, un programa que busca sembrar conciencia ambiental en niños de primaria, con la esperanza de que transmitan ese conocimiento en casa.
Como dice Delfina: “Después nos va a hacer falta. Esto se va transmitiendo. Hay gente que rápido le cae el veinte y otra que tarda. Pero si 10 o 20 se involucran en la conservación, ya vale la pena. Aquí hay muchas mujeres que trabajan con sus esposos. No es que el hombre diga ‘no’, pero sí ha ayudado a que lleguen organizaciones. Nos han hecho ver que también somos parte del problema. Ahora buscamos soluciones desde la comunidad. Y sí hay resultados. Eso nos impulsa a seguir adelante”.
Laura Acuña reconoce la tenacidad de su madre por todo lo que batallaron y ve el reflejo de su trabajo en las palabras de su hijo de ocho años. “Me dice: ‘Gracias mamá por hacer lo que haces, porque sé que es para mí’, y eso me hace sentir muy orgullosa”, cuenta. Su hija menor juega cerca de los manglares, mientras ella, embarazada, espera a que sus compañeras regresen del monitoreo.
