ertamente y otros de forma simulada, por un régimen, el neoliberal, al que la corrupción condujo —y les condujo— a un estado de degradación total.
Por la izquierda los rebasó la realidad y hoy no hacen más que hilvanar mentiras y desaciertos. Aferrados como están a los usos y costumbres del viejo régimen, pronosticaron entre otras catástrofes inevitables, una ruptura entre Claudia Sheinbaum y Andrés Manuel López Obrador.
Se equivocaron de nuevo. No tuvo la Presidenta electa necesidad alguna “para brillar con luz propia” de deslindarse de López Obrador; al contrario, sin caer en la trampa de sentir su propio protagonismo amenazado, reforzó su contacto con él y le reiteró públicamente, cada vez que tuvo oportunidad de hacerlo, su admiración y su respeto.
Atrás quedo el ritual bárbaro de linchamiento del antecesor que se repetía inexorablemente cada seis años y marcaba el fin de cada mandato presidencial. Atrás el desasosiego sexenal y generalizado resultado del sacrificio del viejo Tlatoani.
Como compañeros, hermanados por principios y convicciones, unidos en la firme decisión de transformar pacífica y democráticamente a México, viajaron por todo el país el Presidente saliente y la que será la primera Presidenta de la República en nuestra historia.
Esta transición fraterna, protagonizada por una mujer y un hombre que han luchado juntos por más de 20 años, fue como un bálsamo y produjo serenidad y certeza en amplios sectores de la sociedad que hoy, como no tengo memoria que hubiera sucedido antes, viven un duelo —singular y profundo— por la partida de Andrés Manuel.
Ver a Andrés Manuel al lado de Claudia y escucharlo repetir, una y otra vez, que ella es “lo mejor que le pudo haber pasado a México” y que, por eso, “porque deja el país en buenas manos, se va orgulloso, tranquilo y satisfecho” sosiega los ánimos de todas y todos los que se preguntan qué pasará después del 1 de octubre y cuando el presidente más querido de la historia reciente se vaya a La Chingada, su finca en Palenque, Chiapas.
Con generosidad, inteligencia, sensibilidad y firmeza actuaron tanto Claudia como Andrés Manuel. No solo en las y los militantes y simpatizantes de la izquierda el verlos juntos y tan de acuerdo tuvo efectos positivos; también los gobiernos extranjeros y los organismos multilaterales, los mercados y el empresariado se sintieron aliviados.
No habrá tormenta sobre México esta vez y México no será con Claudia, como no lo fue con López Obrador, un país que signifique riesgos de ningún tipo —como lo presenta la derecha fanatizada e histérica— ni para la democracia, ni para la comunidad internacional, ni para los inversionistas locales y extranjeros.
A nadie espanta hoy por hoy —salvo a las minorías que actúan en los márgenes extremos, a la derecha y a la izquierda de la sociedad— que en México continúe y se profundice esta revolución pacífica, democrática, radical y que se produce en libertad.
La transición inédita que hemos vivido; una transición entre compañeros, entre hermanos de lucha, es la respuesta a las expectativas de un pueblo que se volcó a la urnas y ordenó con su voto continuar la transformación y es, además, un mensaje potente y claro al mundo entero; aunque en los últimos seis años México cambió radicalmente, este cambio —que nadie podrá impedir— apenas comienza.