Coinciden los observadores en que el costo para México de los aranceles impuestos por Trump dependerá de su duración, del tiempo que se mantengan en vigencia.
Si fueran permanentes, el impacto sobre la economía mexicana sería cuasi catastrófico.
Equivaldría a una cancelación del T-MEC y, con él, de la parte más moderna y productiva de México.
Tendría un impacto severo sobre el tipo de cambio y, con él, sobre el tamaño de la deuda externa, tanto en su capital como en sus intereses.
Se aceleraría el deterioro de las finanzas estatales, débiles de por sí y cargadas de gastos y compromisos políticos. Reduciría mucho el atractivo del país para la inversión extranjera y pondría el clavo final sobre el ataúd del nearshoring.
La caída en el producto interno bruto sería, según diversos cálculos de analistas, bancos y agencias calificadoras, de entre un 0.5 y un 4 por ciento, dependiendo de si no hay aranceles específicos, aparte de los generales, por ejemplo, al aluminio y al acero.
La pérdida de empleos y de riqueza sería enorme.
Hay espacio para pensar que los aranceles impuestos por Trump no durarán mucho tiempo.
Está disparando contra sus principales socios comerciales, Canadá, México y China, los países a los que más les compra, y es imposible que no haya en eso un daño para la economía, para los consumidores y para la inflación estadunidense.
El daño de una guerra comercial del tamaño que ha emprendido Trump puede tener costos rápidos, insostenibles para él.
Un indicio de esa posibilidad es la reacción negativa, inmediata, de los mercados a las imposiciones arancelarias de Trump.
Además está la historia: los aranceles no mejoran la economía, la productividad, ni el consumo de los países. Los encarecen y a veces los destruyen, como sucedió en 1930 con la ley Smoot-Hawley, que impuso aranceles por un 20 por ciento a las importaciones, desatando una guerra mundial de comercio que terminó en la Gran Depresión de aquellos años.
De los costos del callejón arancelario de Trump sólo podrá protegernos que reciba muchos tiros por la culata y acabe saliéndole más caro el caldo que las albóndigas.
Emprender represalias recíprocas, me dice un experto, es mala idea. Agrava nuestra situación sin retirar el daño.