En entrevista, además de comentar ‘En la montaña’, su libro más reciente, toca sus temas centrales: la esperanzadora vigencia del movimiento zapatista y la violencia generada por el narcotráfico.
El libro En la montaña, de Diego Enrique Osorno, obtuvo el 5º Premio Anagrama de Crónica. En él coinciden tres países con el mismo nombre: México. Están en el norte, en el centro y en el sur y sus fronteras son porosas, traspasadas cotidianamente por la violencia.
En el sur está la experiencia del Movimiento Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), que desde su surgimiento en 1994 “ha logrado mantener un gobierno al margen de los poderes oficiales y fácticos que [rigen] al resto del país”. En 2021, los zapatistas decidieron emprender una serie de expediciones por los mares del mundo para encontrarse y tejer alianzas con otras comunidades en resistencia. El primero, con rumbo a Europa, a bordo del velero “La montaña”, comenzó el 2 de mayo de 2021, en plena pandemia, y duró 52 días. En el libro, Osorno escribe: “los pueblos rebeldes habían decidido que, a bordo de la montaña marina que iban a enviar, viajaría un testigo externo que pudiera dejar registro del hecho histórico”. El elegido fue él, “uno de los más intrépidos cronistas de América Latina”, de acuerdo con Jon Lee Anderson.
En el norte ocurre su encuentro con Ismael El Mayo Zambada, también en 2021, en un sitio recóndito de la sierra sinaloense. Después de un largo viaje, con varias escalas, una de ellas para dormir en un apartado refugio, acompañado por una comitiva llega a su destino al anochecer y lo primero que ve “es la silueta de un vaquero solitario parado delante de una luz escasa”. Es su anfitrión, con quien habrá de conversar durante tres horas: de música, de su vida en el campo, de su negocio y de Julio Scherer, con quien El Mayo se reunió en 2011.
En el centro están Sergio González Rodríguez, el primero en advertir que nuestro país se convertiría en un inmenso campo de guerra, y el poeta Javier Sicilia, a quien el asesinato de su hijo Juan Francisco (Juanelo), junto con seis de sus amigos, el 28 de marzo de 2011, en Morelos, lo llevó a crear el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad.
Agotado en sus primeras semanas en librerías a fines de 2024, En la montaña, que es también el título del documental sobre ese viaje con los zapatistas, es el pretexto para conversar con Diego Enrique Osorno, cuya pasión por contar historias lo ha llevado a incursionar como cineasta, guionista, productor, con numerosos reconocimientos en México y el extranjero.
¿Como periodista, cómo te involucras con el movimiento zapatista?
Llego por primera vez a Chiapas a finales de 2003, un poco tarde porque el movimiento había tenido su punto de atención más alto entre 1994 y 2001, cuando se da el alzamiento y cuando se organiza la “Marcha del color de la tierra” [un recorrido por 17 estados del país del 24 de febrero al 2 de abril]. Llegué en diciembre, acababa de regresar de Madrid, tenía 23 años y empezaba a reportear para MILENIO en la Ciudad de México. Estaba muy impactado por la figura del subcomandante Marcos, pero al llegar me di cuenta de que Marcos era interesante, pero lo eran más la realidad y la resistencia de las comunidades indígenas.
Estructuras el libro en tres regiones geográficas: norte, centro y sur. ¿Por qué?
Nací en Monterrey, viví ahí hasta los 22 años. Después me fui a Madrid y regresé a trabajar a la Ciudad de México, pero lo que me interesaba estaba en el sur, en Oaxaca, en Chiapas. Entonces, me muevo en esas tres latitudes. Además, cuando en 2021 me invitan a viajar con los zapatistas y me estoy preparando, recibo la confirmación de que Ismael Zambada está dispuesto a tener una reunión conmigo para una investigación que yo hacía sobre la llamada guerra del narco. De esta manera, coinciden los preparativos del viaje con los zapatistas con mi ida a la montaña, al norte, para ver al Mayo.
Me parecía importante remarcar, más allá de la anécdota del encuentro con el Mayo, el contraste entre el norte y el sur de México en cuanto a las realidades que me ha tocado conocer, y en particular dos hechos que son sustanciales en el libro: la insurrección zapatista y sus efectos —que es lo central— y la guerra contra el narco.
Pertenezco a una generación que creció con la insurrección zapatista, con toda la fantasía del cambio, pero que cuando madura le toca vivir en la supuesta alternancia democrática, una democracia bárbara, una democracia violenta que propicia la guerra del narco. Por eso contrapongo la historia zapatista con la barbarie de la guerra del narco.
En el centro aparecen Sergio González Rodríguez y Javier Sicilia.
En los primeros años, la violencia desatada por la guerra del narco estaba muy enfocada en el norte; no terminaba de llegar al centro. Cuando ocurre el asesinato de su hijo Juanelo, Javier Sicilia, parte de la élite cultural, estando en el centro del país, teniendo además una serie de convicciones políticas, crea el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad en el que se empiezan a reunir víctimas que vienen del norte. Trato de poner a la figura de Javier como un parteaguas porque no había una resistencia organizada.
La otra figura que exploro en el centro es Sergio González Rodríguez. Era mi amigo y me contó varias veces cómo llega —en 1994 o 1995— a un encuentro de escritores en Chihuahua. En medio de la literatura y la fiesta, revisa los periódicos locales y descubre muchas notas de asesinatos de mujeres. Le llama la atención que todos ocurren en Ciudad Juárez y observa ciertos patrones. Terminado el encuentro decide ir a esa ciudad a investigar y se convierte en uno de los primeros periodistas, si no el primero, en dar a conocer a nivel nacional los crímenes de las llamadas “muertas de Juárez”. El tema lo absorbe, sigue investigando y escribe Huesos en el desierto.
Sergio me decía también que la violencia que conoció en 1994 en Ciudad Juárez iba a ir bajando hasta llegar al sur, volviendo al país un Campo de guerra, como el título del libro que publica en 2014. Esa imagen del norte bajando hacia el sur es la que tenemos hoy en día.

¿Cómo describirías tu experiencia en “La montaña”, el hecho de viajar con la gente del EZLN en una travesía de la que fuiste elegido como único cronista?
Como periodista, he reporteado una realidad sombría. Estamos en un país que, pese a ser una democracia, tiene registradas más ejecuciones, desapariciones y actos de tortura que cualquier dictadura latinoamericana. Estamos en una democracia que produce una barbarie que a mi generación le ha tocado entender, investigar, reportear, cronicar. Y eso te va ensombreciendo y caer en la desesperanza. La travesía, el hecho de subir a un velero y convivir con personas muy distintas, porque los siete delegados zapatistas procedían de pueblos distintos y hablaban idiomas distintos…, esa diversidad me llenó de nuevas preguntas, nuevos asombros, de curiosidad y esperanza.
Desde ese barco hice un recuento de los treinta años de lucha zapatista, más allá de la figura del subcomandante Marcos, que me sigue cautivando en muchos sentidos. Pude ver, dimensionar, cómo sus comunidades formaron pequeñas islas que se han mantenido, hasta cierto punto, independientes de las dinámicas de violencia. Son casi utopías las que están viviendo, un mundo en el que no ha entrado la barbarie que cada vez se vuelve más amenazante.
Antes de ser periodista, quisiste ser poeta, lo dices en tu libro. ¿Sigues frecuentando la poesía, cómo te ayuda a salir de las zonas tenebrosas en las que te metes como reportero?
El libro es una crónica, con una parte muy modesta de ensayo —la del centro, sobre todo— y otra de diario personal en la que hablo un poco de esa conexión íntima que tengo con la poesía, porque, cuando en mi adolescencia descubrí la escritura, asumí el llamado de la poesía, que no era lo mío. Escribía mucho y, lamentablemente, me publicaron un libro. Nunca he dejado de leer poesía porque siento que me cura del cinismo.

Comienzas como reportero de nota diaria, después te especializas como cronista y empiezas a publicar libros. Más tarde incursionas en el cine y en las series para plataformas de streaming. ¿Cómo se da este proceso?
Como cualquiera que entra a una redacción, desde el principio me hice adicto al diarismo. Cuando comencé a escribir en el Diario de Monterrey —que luego se convertiría en MILENIO—, ocupé el lugar de Eduardo Antonio Parra, uno de mis narradores preferidos. Ahí encontré personajes fascinantes, verdaderos maestros; me pasaba todo el tiempo en el periódico buscando historias, acompañando a los reporteros más veteranos.
En 2006, ya en la Ciudad de México, me enviaron a cubrir la revuelta en Oaxaca, y lo que parecía una protesta tradicional se vuelve una insurrección. El movimiento toma los espacios de gobierno, hay un plantón permanente de miles de personas en el centro histórico de la ciudad. Las mujeres toman el canal de televisión oficial y transmiten durante 21 días. Me toca presenciar dos asesinatos, uno de un activista y otro del periodista estadunidense Bradley Will [quien capturó con su cámara el momento de su muerte]. Estuve seis meses en Oaxaca. Escribía notas, colaboraba en los programas de Ciro Gómez Leyva y Denise Maerker, y aun así sentía que no era suficiente para explicar lo que sucedía. Y entonces llego a la crónica. La primera fue para Letras Libres, me la pidió Álvaro Enrigue, uno de los editores. La leyó Andrés Ramírez, editor de Random House, y me buscó. Voy a verlo a sus oficinas en Polanco, yo andaba todo despeinado, como saliendo de una barricada. El guardia no me dejaba entrar porque no tenía credencial del INE. En eso siento que alguien me abraza por la espalda, volteo y era Julio Scherer. Le dice al guardia: “¿Cómo le va a pedir identificación a nuestro cronista en Oaxaca, la persona que nos está ayudando a entender lo que pasa allá?” Paso con él, conozco a Andrés y me dice: “Hagamos un libro, haz un libro sobre lo que sucede en Oaxaca”. Yo tenía historias que me faltaba contar y así escribí mi primer libro [Oaxaca sitiada. La primera insurrección del siglo XXI, Grijalbo, 2007].
Llegué a la crónica porque necesitaba profundizar y transmitir esa inmersión en que me encontraba. Viví esa insurrección con mucho compromiso emocional, más allá de lo político. Empecé a escribir en revistas como Gatopardo, El Malpensante, Etiqueta Negra. En Gatopardo publiqué una crónica sobre Mauricio Fernández, alcalde de San Pedro Garza García; me la pidieron para un documental, pero no acepté. Tenía la experiencia de dos historias para las que había dado permiso y les dije a los productores: “No, porque no me he sentido contento con la adaptación de otros textos míos”. Me respondieron: “Entonces dirige tú con nosotros”. Así comienzo en el cine y descubro que muchos procesos del cine documental tenían que ver con la lógica con que yo había escrito mis crónicas. Me gustó esa experiencia, su gramática visual, y el documental se volvió una extensión de la crónica. Así, sin proponérmelo, me volví documentalista; hasta el momento tengo siete documentales.
¿En qué momento decides hacerte también productor?
Cuando hice El alcalde me di cuenta que me gustaba ese mundo y que tenía un paralelismo con la crónica. Fundamos Bengala. Era una agencia de desarrollo, investigábamos y escribíamos. Entre los primeros proyectos, uno se convirtió en la serie Sierra Madre, que tardó mucho tiempo en ver la luz; otro fue Ya no estoy aquí, una película estupenda de Fernando Frías. Como no éramos productora, solo participamos en la investigación y la escritura. Así nos dimos cuenta que teníamos que volvernos una productora, teníamos que dar ese paso y no quedarnos en el desarrollo y el concepto. La productora no es tan fascinante como una redacción, pero sí es un espacio de convivencia, de discusión, de ensoñación, de agitación. Las productoras que creamos, Bengala y Detective, son los lugares donde empiezan a cobrar forma mis historias, pero también donde dialogo con otras historias que me atraen y de las que aprendo.
Una preocupación constante en el periodismo es la relación con el poder. Hay periodistas que se acercan mucho a él, otros se alejan radicalmente. ¿Cómo piensas que debería ser la relación de los medios con el poder?
El tema del poder me fascina. Cuando te acercas al poder como periodista, empieza una pugna porque la figura del poder trata de someterte, y tú no debes ceder, pero tampoco cerrarte a la posibilidad de entender lo que estás explorando. El poder, la rebeldía y la justicia son mis asuntos fundamentales. Todo periodista es un justiciero, de pacotilla por lo menos.
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