El Universal
Condensar en una docena de cuartillas los cien puntos que constituyen el programa de gobierno de la presidenta Claudia Sheinbaum y presentarlos en una gran concentración ciudadana en la principal plaza del país fue un banderazo de arranque del sexenio. Es el gran compromiso público de la nueva administración y una hoja de ruta de la segunda etapa de la Cuarta Transformación (4T) para dar forma y solidez a un nuevo régimen político.
Colocar como el primero de cien puntos el que “gobernaremos con la obligada división entre el poder económico y el poder político” no es casual, es reafirmar que la 4T mantendrá esa diferenciación sine qua non para cumplir desde una perspectiva de izquierda con los otros puntos del programa.
Hasta 2018 los gobiernos del PRI y del PAN se identificaron con los intereses de las cada vez más grandes concentraciones de capital privado, aunque lo justificaron como una estrategia que a la larga serviría también al interés general. En 2018 esa absurda pretensión simplemente dejó de funcionar y en su lugar la 4T inició un proceso de deslinde entre un orden oligárquico y otro nuevo que proponía como objetivo algo muy diferente: “Por el bien de todos, primero los pobres”.
¿Qué tan diferente del modelo a reemplazar podrá llegar a ser la 4T? Los obstáculos son muchos y sólo con el paso del tiempo se podrá saber cuánto se pudo avanzar. La 4T se propone ser un tiempo mexicano postneoliberal y el discurso de Sheinbaum reafirma que ese será el sello de su administración. Para ello va a requerir, entre otras cosas, de un liderazgo que sin renunciar a su contenido utópico en la brega del día a día, hile muy fino en su relación con los muchos y poderosos intereses creados por el viejo régimen. A querer que no, en muchas de las vueltas del camino tendrá que echar mano del pragmatismo para no eludir, pero sí amortiguar el choque entre su definición de lo que es el interés nacional desde la perspectiva de “primero los pobres” y los grandes intereses económicos creados nacionales y extranjeros, básicamente norteamericanos.
Un ejemplo claro de este tipo de este tipo de pragmatismo que le ocasionó una abolladura moral a la 4T pero que no alteró la esencia de su proyecto se tiene en la negociación de Morena con el legislador panista Miguel Ángel Yunez Márquez para obtener el voto faltante para contar con la mayoría calificada en la Cámara de Senadores para aprobar una reforma radical del poder judicial, bastión del antiguo régimen. Fue esa una coyuntura crítica a la que se enfrentaron la Presidenta electa y su coalición partidista, con la oposición y los defensores del estatus quojudicial. Este choque es uno que abierta y formalmente involucró a actores nacionales —las cúpulas de los tres poderes de la unión, los partidos políticos, los medios de difusión y otros voceros y representantes de poderes fácticos— más otros en el exterior, como el embajador norteamericano y algunos grandes diarios norteamericanos y europeos que hicieron suyos los argumentos de la oposición en el sentido de ver en la reforma judicial incorporada a la Constitución el principio de la conversión del nuevo régimen en una dictadura latinoamericana más.
Lo que llama la atención de la argumentación en contra de la reforma judicial es que no hizo ningún intento por examinar la naturaleza de un poder judicial mexicano que arrastra una gran historia de corrupción y de sometimiento al poder presidencial en los dos anteriores viejos regímenes autoritarios: el porfirista del siglo XIX y el postrevolucionario del siglo XX. La naturaleza de ese pasado judicial fue la de una simbiosis, con la excepción del sexenio cardenista, entre las cúpulas del poder político y del poder económico a costa de los intereses de los grupos mayoritarios de la sociedad mexicana. Y es que en esos dos antiguos regímenes, el gran capital y sus beneficiarios siempre hicieron valer su instrumento principal de poder -el dinero y su influencia dentro de la élite política- para obtener del aparato de justicia las resoluciones que querían.
Los defensores directos o indirectos del actual sistema judicial temen que la reforma que va a entrar en vigor pueda desembocar en una separación más o menos efectiva del aparato judicial y el poder económico, lo que afectaría el actual modus vivendi entre ambos. Es claro que grandes empresas y adinerados nacionales y extranjeros prosperaron sin problemas en los ambientes autoritarios y corruptos del pasado —el porfirista y el postrevolucionario, particularmente en su etapa neoliberal—, cuando operaron los acuerdos oligárquicos que llevaron a interpretar el interés nacional como el de las élites.
Para concluir, vencer a la oposición en el Congreso y modificar la Constitución no es lo mismo que convencer. Hay un sector de ciudadanos a los que la historia política de México ha vuelto, y con razón, muy escépticos ante cualquier fuerza política que se convierte en mayoritaria y toma el control del aparato de gobierno. De ahí que una 4T dominante debería empeñarse en demostrar una y otra vez ese eslogan de “no somos iguales” cuando se le quiera comparar de buena o mala fe con el PRI del viejo régimen.