Nuestros partidos, muy a la mexicana, siempre buscan darle la vuelta a la ley.
Durante mis vacaciones se dio un interesante debate sobre el tema de la sobrerrepresentación política en México. Se escucharon argumentos prácticos, filosóficos, teleológicos y jurídicos de gran nivel. No es mi intención repetirlos, sino tan sólo emitir mi opinión.
A lo largo de mi carrera como comentarista he apoyado los sistemas que sobrerrepresentan, tal y como ocurre en el Reino Unido, por ejemplo. Creo que a los ganadores, la sobrerrepresentación les otorga una mayor gobernabilidad que les permite sacar adelante su agenda legislativa. Sin la sobrerrepresentación ni el Partido Laborista hubiera podido implementar el Estado de Bienestar ni Margaret Thatcher su programa neoliberal.
Aquí en México, durante los sexenios panistas, tuvimos gobiernos divididos, donde los presidentes carecieron de mayorías legislativas para hacer los cambios trascendentales que habían prometido. Fue hasta el gobierno de Peña que se formó una coalición legislativa amplia, conocida como Pacto por México, que permitió hacer reformas estructurales de gran calado.
Cuando vino López Obrador como candidato presidencial a Tercer Grado le preguntamos si la llamada Cuarta Transformación implicaría la redacción de una nueva Constitución, tal y como había ocurrido con las tres transformaciones históricas: la Independencia, con la Carta Magna de 1824; la Reforma, con la de 1857, y la Revolución, con la de 1917.
AMLO contestó que no se requería. Él gobernaría con los poderes que le daba la Constitución. Hacia la segunda mitad de su sexenio se dio cuenta de que, sin mayoría calificada en el Congreso, no podía hacer reformas constitucionales y que, si intentaba hacer las modificaciones por la vía de las leyes secundarias, la Suprema Corte de Justicia las declaraba inconstitucionales.
Con esa frustración, presentó un paquete de reformas constitucionales el 5 de febrero que, en la práctica, supone la redacción de una nueva Carta Magna. Para tal efecto, requería que su coalición gobernante (Morena, PT y el Verde) ganara en junio dos terceras partes de las cámaras de diputados y senadores.
Lo lograron con una triquiñuela que había inventado el PRI con el Verde para las elecciones de 2015.
No es ilegal, pero sí contraviene el espíritu de la cláusula que limita la sobrerrepresentación legislativa en ocho por ciento.
Es como la elusión fiscal, que permite pagar menos impuestos utilizando lagunas legales, pero no se considera evasión. Así son nuestros partidos. Muy a la mexicana, siempre están buscando darle la vuelta a la ley aprovechando cualquier espacio legal.
Bueno, pues con esa triquiñuela de dividirse diputados de mayoría entre Morena, PT y el Verde, para luego obtener más de representación proporcional, el lopezobradorismo tendrá los diputados y senadores que le permitirán reformar la Constitución a su gusto.
¿Se vale?
Regreso a mi gusto por los sistemas que producen gobiernos fuertes con sobrerrepresentación legislativa. Indudablemente pueden sacar adelante reformas de gran calado.
Lo que no hacen es modificar las reglas fundamentales que definen a un régimen democrático-liberal.
Thatcher pudo privatizar muchas empresas públicas, pero nunca le pasó por la cabeza utilizar sus mayorías legislativas para quitarle la independencia al Poder Judicial del Reino Unido o redefinir a las autoridades electorales. La Dama de Hierro ni siquiera se atrevió a privatizar el sistema de salud pública.
La Constitución mexicana es muy sencilla de reformar. De acuerdo a una investigación del Senado, “desde su promulgación, en 1917, hasta el primero de febrero de 2024, se han aprobado 256 reformas constitucionales mediante las cuales se modificaron en 770 ocasiones diversos artículos”. Qué bueno que haya existido esa flexibilidad. Es lo que permitió que México transitara a una democracia-liberal, donde gobierna la mayoría, pero se respetan los derechos de las minorías.
Y ahí está, me parece, el quid del asunto. Lo que el lopezobradorismo quiere hacer con la sobrerrepresentación (lograda con una triquiñuela) es limitar los derechos de las minorías, lo cual es un retroceso para la democracia-liberal. Al ahora controlar el Poder Judicial, el partido en el poder no tendrá por qué respetar a las minorías. Ni se diga lo que harán con las autoridades electorales.
Me siguen gustando los gobiernos fuertes, aunque tengan una agenda ideológica diferente a la mía. Que puedan hacer lo que piensan y se hagan responsables de los resultados. Si funcionan, bueno para el país. De lo contrario, que en la siguiente elección gane la oposición para corregir los errores. Pero si no hay mecanismos para que la minoría se convierta en mayoría, pues ahí se termina la democracia como sistema político. Y eso es lo que está en juego con este tema de la sobrerrepresentación.