En Sonora, el reloj político está marcando una nueva hora: la de un entendimiento entre generaciones. Los jóvenes ya no quieren heredar un sistema en ruinas, ni los adultos quieren seguir siendo culpables del desencanto. Un pacto intergeneracional no es una firma: es una conciencia compartida que empieza a despertar.
En el corazón político de Sonora se percibe una transformación silenciosa. Las nuevas generaciones observan el poder con una mezcla de lucidez y desconfianza, no porque hayan perdido la fe en la política, sino porque ya no la conciben como un espectáculo. Para ellos, la política no debe ser un refugio de privilegios, sino un espacio de responsabilidad compartida. Están cansados de la confrontación vacía entre viejos y jóvenes, del cinismo disfrazado de experiencia y de la ingenuidad que a veces se confunde con idealismo. Saben que el verdadero cambio no llegará mientras las generaciones se miren con desdén y no con respeto. Por eso, los jóvenes sonorenses están construyendo un lenguaje distinto: el de la colaboración entre edades, el del aprendizaje mutuo. Han comprendido que el futuro necesita la sabiduría de los mayores, pero también la audacia de quienes no temen imaginar un nuevo orden moral.
La educación juega en este pacto un papel esencial. No se trata solo de transmitir conocimientos, sino de entrelazar visiones. Los jóvenes no buscan tutores que les digan qué pensar, sino mentores que los ayuden a pensar mejor. Reclaman una educación que no divida generaciones, sino que las una en propósito. Desde las universidades y los espacios digitales se gesta una nueva pedagogía política, una educación ciudadana que enseña a dialogar, a construir, a disentir sin destruir. Las generaciones adultas tienen en sus manos la oportunidad histórica de no imponer, sino guiar; de no cerrar el paso, sino abrir caminos. Un pacto intergeneracional no significa sustituir una generación por otra, sino fundir la experiencia con la innovación, el pasado con el porvenir. Y en ese equilibrio, la educación puede ser el punto de encuentro donde ambas generaciones se reconozcan como parte de una misma responsabilidad histórica.
La ciencia, vista desde los ojos de los jóvenes, ya no pertenece a los laboratorios encerrados en su propio lenguaje técnico: pertenece a la comunidad, al pueblo, a la realidad que necesita respuestas. Son los jóvenes científicos sonorenses quienes están proponiendo ese nuevo vínculo entre conocimiento y sociedad. Ellos no quieren que la ciencia se quede en el aula o en la estadística: quieren que transforme la vida. Mientras las generaciones mayores ven la ciencia como una herramienta de desarrollo, ellos la entienden como una extensión de la conciencia colectiva. Hablan de biotecnología ética, de inteligencia artificial humanista, de sustentabilidad emocional. Su mirada científica está cargada de amor por la humanidad. Y ahí se vuelve inevitable el pacto: el conocimiento acumulado de los mayores debe dialogar con la imaginación de los jóvenes para evitar que la tecnología deshumanice lo que la política no ha sabido humanizar.
Un pacto intergeneracional, al final, no es una estrategia de poder, sino una reconciliación espiritual entre tiempos. Sonora necesita esa alianza como quien necesita aire limpio después de una tormenta de cinismo. Los jóvenes aportan energía, creatividad y la pureza de la inconformidad; los adultos, memoria, prudencia y la sabiduría del tiempo vivido. Si ambos se reconocen, la política puede renacer como un puente entre almas, no como un campo de batalla entre edades. Tal vez ese sea el verdadero proyecto político del siglo XXI: que las generaciones, unidas por un mismo sueño, construyan un Sonora más consciente, más culto, más humano. Un Sonora donde el futuro no sea una promesa, sino una responsabilidad compartida.







