Sin ganas de ser incendiarios, hay motivos para dar seguimiento al reciente señalamiento de Donald Trump en el que informa al Pentágono de su deseo de intervenir militarmente en el extranjero en contra de los cárteles de la droga. En lo que toca a México, esa posibilidad rompería un tabú en las relaciones entre los dos países, una mojonera nunca cruzada en más de 150 años. Es cierto que el doctor Álvarez Machain fue secuestrado por mercenarios a sueldo de la DEA en 1990 y llevado clandestinamente a Estados Unidos para responder por su participación en la muerte del agente Enrique Camarena. En cierta forma también hubo un manotazo en el secuestro de El Mayo Zambada el año pasado que, aunque fue ejecutado por Joaquín Guzmán López, hay pocas dudas de que se trató de una operación acordada y, probablemente, organizada por autoridades estadunidenses”.
Pero en ambos casos se trató de operaciones policiales, no militares. Por reprobables que sean, la distinción es importante. Lo de Álvarez Machain y Zambada parecerían haber sido iniciativa de los mandos de agencias anticriminales y es un hecho que recurrieron a procedimientos clandestinos; el caso del doctor tapatío llegó a la Suprema Corte de aquel país por su carácter irregular. De lo que Trump está hablando es otra cosa: una política de Estado que permitiría la utilización del potencial militar y tecnológico para emprender acciones “legítimas” en cualquier lugar del mundo en el que consideren que hay un objetivo esencial en su combate en contra de los cárteles.
Todo indica que la razón del mensaje de Trump tiene que ver, en este momento, con el gobierno de Nicolás Maduro de Venezuela. Coincide con el anuncio por parte de Washington del aumento en la recompensa ofrecida por la captura del líder venezolano, de 25 a 50 millones de dólares, por considerarlo “uno de los mayores traficantes del mundo”. Más allá de los delitos que Maduro haya o no cometido, o las responsabilidades nulas o mayúsculas que pueda tener en asuntos de tráfico de drogas, es evidente que todo el tema está cruzado por una animadversión política e ideológica profunda. Tras el envío de tropas a Los Ángeles y la reciente amenaza de desplegar soldados en las calles de Washington, ambas ciudades gobernadas por demócratas, es obvio que el uso de la fuerza militar es un botón en la cabina de mando que Trump está dispuesto a usar en su agenda política.
Preguntada al respecto, la presidenta Claudia Sheinbaum afirmó que la amenaza no está relacionada con nuestro país e incluso sugirió que habría existido alguna comunicación tranquilizadora al respecto. Señaló también que el amplio y acucioso acuerdo de seguridad que está a punto de ser firmado por los dos gobiernos conjuraba el riesgo de intervenciones unilaterales.
Muy posiblemente. Pero se trata de una ecuación delicada. A nuestro favor juega que, en efecto, en el listado de amigos y villanos de la Casa Blanca, Sheinbaum abona en la columna positiva. Se dirá que se trata de un factor subjetivo y eventualmente frágil para influir en una decisión militar, pero a juzgar por los ocho meses que el mundo lleva trepado en la montaña rusa de Trump, ese parecería ser un argumento decisivo. La administración hace lo que el presidente quiere, punto. Y el presidente opera a partir de fobias y filias, otro punto. En las fobias están Maduro, Lula o Canadá; en las filias Sheinbaum, todavía.
Un segundo factor favorable reside en el acuerdo de seguridad. En él participaron el Departamento de Justicia y todas las agencias involucradas en el combate a las organizaciones criminales. En la medida en que se trata de reglas consensuadas y que han dejado satisfechas a ambas partes, no habría razón para operaciones clandestinas o ilegales en tanto las acciones puedan ejecutarse de manera conjunta. El acuerdo está terminado, pero no ha sido firmado, al parecer por temas de agenda y logística. Respiraremos con mayor tranquilidad cuando eso suceda.
Pero a esas dos variables favorables se opone una en contra: el centro de dirección y de operaciones de los cárteles de la droga más poderosos del mundo está en México. Se puede intimidar y eventualmente castigar al gobierno venezolano por sus pretendidos vínculos con estos cárteles, pero en última instancia todos los caminos conducen “a Roma”, desgraciadamente. Trump ha utilizado el pretexto de la droga para aplicar tarifas a Canadá y, ahora, incordiar a Venezuela. Pero para cualquier otro que no tenga su capacidad de inventarse su propia realidad, la lógica llevaría a mirar a México.
La mejor manera para impedir que esa eventual mirada a nuestro país se traduzca en un misil en contra de un supuesto laboratorio clandestino o en la eliminación sumaria de un capo en una carretera de la sierra, reside en ofrecer resultados decisivos en el combate al crimen organizado. A Álvarez Machain se lo llevaron con el pretexto de que México había incumplido sus obligaciones con el tratado de extradición entre ambos países. Lo que ya no puede seguir sucediendo es que información de inteligencia proporcionada por agencias de seguridad estadunidenses sea utilizada por autoridades mexicanas corruptas para alertar a los criminales, como sucedió en el pasado. O que el operador del contrabando chino de fentanilo en México haya sido beneficiado por una jueza con la posibilidad de aprehensión domiciliar, lo cual le permitió esfumarse. En la lógica del halcón, se trataría de razones suficientes para tomarse la justicia por propia mano.
Lo cual nos lleva a considerar lo mucho que México se está jugando con la estrategia de Omar García Harfuch. Una vez que la 4T ha puesto en marcha un proceso de cambio que comienza a disminuir la pobreza, el segundo más importante flagelo que padecen los mexicanos es la inseguridad. Pero a diferencia del combate a la pobreza, esta es una carrera contra el tiempo. Resultados contundentes y avances visibles en la reducción del tráfico y la violencia son la verdadera estrategia para vacunarnos contra la temida intervención. Si la disminución de la desigualdad ha sido poco menos que un milagro, necesitaremos de otro para poner de rodillas a los cárteles. Difícil, pero imprescindible.