Han pasado ya seis años desde aquel oscuro 17 de junio de 2019 de un atentado que puso en riesgo mi vida, la de mi familia y me obligó a callar por un tiempo mi pluma.
Era ya el segundo, por cierto.
Seis años de impunidad, de omisión institucional, de abandono por parte de quienes juraron proteger a los ciudadanos.
Seis años en que los responsables de prender fuego a mi automóvil dentro de mi propia vivienda en un acto claramente intimidatorio, siguen libres, resguardados en el actual sistema de justicia ineficiente, cómplice o simplemente ausente.
En una sociedad democrática, el periodismo es uno de los pilares fundamentales para el funcionamiento del Estado de derecho.
Sin periodistas libres, sin voces críticas que expongan los abusos del poder, sin medios que hablen por quienes no tienen acceso a las tribunas del poder o del capital, no hay democracia posible.
Y en Sonora, como en muchas partes de México, ejercer el periodismo con integridad se ha convertido en una actividad de alto riesgo, incluso mortal.
Este caso lo demuestra con crudeza.
La verdad como amenaza
El crimen no fue un simple acto vandálico.
Fue un mensaje.
Un acto de repudio hacia la libertad de expresión.
Un castigo por incomodar a ciertos intereses.
AM Diario, el medio que dirigía con firmeza y compromiso social, se había convertido en una plataforma para visibilizar denuncias ciudadanas, señalar irregularidades, y cumplir con una vocación que muy pocos periodistas pueden ejercer sin presiones: servir a la sociedad.
Ese ejercicio fue suficiente para que alguien -un individuo, un grupo, una estructura de poder oficial- decidiera que había que callarlo.
Quienes cometieron este atentado no sólo incendiaron un automóvil, quisieron incendiar también la voluntad de un periodista que por más de 30 años trabajó sin vender su voz, sin pactar con el poder, sin corromper su pluma.
Y aunque lograron cerrar temporalmente un medio independiente, no consiguieron borrar la memoria de su trabajo ni la indignación que ese acto generó entre periodistas, lectores, empresarios, catedráticos, docentes, universitarios, religiosos, colegas y ciudadanos conscientes.
El silencio institucional: otra forma de violencia
La otra cara del crimen fue el silencio de las autoridades.
Lo señalé en mi mensaje de ese fatídico 17 de junio del 2019:
No acuso directamente a ningún funcionario, pero dejo clara mi preocupación de que detrás del atentado hubiera manos vinculadas con el poder político.
Solicité públicamente a la entonces gobernadora Claudia Pavlovich, a la fiscal Claudia Indira Contreras, a la alcaldesa Célida López, y al presidente Andrés Manuel López Obrador, que atendieran el caso con la seriedad que amerita un atentado contra un periodista.
Pero hoy, seis años después, no hay avances conocidos.
No hay detenidos.
No hay justicia.
La carpeta de investigación, si es que sigue abierta, yace empolvada en algún archivo de la Fiscalía del Estado.
La impunidad es la única respuesta que he recibido.
Y esa impunidad no es sólo un fracaso legal, es un mensaje a todos los periodistas que aún se atreven a ejercer su labor en Sonora:
“Si hablas, si molestas, si publicas lo que no conviene, te puede pasar lo mismo… y nadie moverá un dedo”.
Periodismo con vocación
A lo largo de mi trayectoria, he insistido en algo que hoy, en tiempos de confusión y descrédito, cobra aún más relevancia: el periodismo es un acto de servicio, no un privilegio económico ni una forma de chantaje.
Dejo claro que jamás he recibió un solo peso público por publicar o no una nota, que nunca solicité recursos a empresarios o ciudadanos para cubrir denuncias, que mi trabajo nació del compromiso con la verdad y con la comunidad.
Ese nivel de integridad no debería ser extraordinario, pero lo es.
Porque en un entorno donde muchos medios han sido cooptados por intereses políticos o sobreviven a base de convenios de publicidad oficial, una voz independiente se vuelve incómoda, peligrosa.
Por eso me quisieron silenciar.
Seis años después: la herida sigue abierta
Seis años no han sido suficientes para que el Estado mexicano cumpla con su obligación de proteger a sus periodistas.
Seis años no han bastado para castigar a los responsables.
Seis años en los que he tenido que vivir con el dolor, la pérdida material, la afectación a mi dignidad y el peso de haber tenido que cesar su labor informativa por salvaguardar a mi familia.
Mi testimonio sigue siendo una denuncia viva.
Un llamado que sigue resonando entre líneas: “Si no pueden garantizar que un periodista trabaje sin miedo, entonces el Estado ha fallado en su deber más básico”.
Y no se trata sólo de un asunto personal.
Cada atentado contra un periodista es un atentado contra el derecho de la sociedad a estar informada.
Cada caso de impunidad refuerza el clima de miedo.
Cada silencio obligado es una derrota colectiva.
¿Y ahora qué?
Es momento de exigir lo que no debimos dejar de exigir: justicia.
Porque si el periodismo cae, cae también la verdad.
Y con ella, la democracia.
Hoy, más que nunca, el país necesita periodistas libres.
Necesita medios independientes.
Y necesita autoridades que entiendan que proteger a la prensa no es un favor: es su deber constitucional.
Seis años después, la lucha sigue.
La exigencia de justicia sigue.
La voz que intentaron apagar… sigue viva.
Agradezco a la Guardia Nacional que desde un principio sigue brindándome protección y proximidad en todo momento.
A mi familia que no me abandona.
A mis hijos por su amor.
A mis amigos que siguen brindándome su apoyo.
A mis compañeros periodistas por su solidaridad.
A mis jefes por su respaldo y oportunidad de levantarme.
A Dossier Político, Esfera Noticias, Pajarito News e Irreverente Noticias por su espacio.
A la sociedad por su confianza, respeto y credibilidad.
A Dios por la vida.
Y a usted por su tiempo.