No hay nadie más poderoso en México que un juez de distrito cuando conoce de un juicio de amparo. Puede actuar arbitrariamente, incluso cometer delitos en contra del demandante, pero éste no puede alegar que el juez vulnera sus derechos humanos al presentar sus recursos de impugnación. Si lo hace, los tribunales colegiados resolverán que sus agravios son “inoperantes”, porque la jurisprudencia de la Corte así lo determina. En los hechos, los jueces de distrito gozan de fuero para delinquir. Y la suspensión es su principal instrumento.
Actualmente está en proceso una reforma importante a la ley de amparo en el Congreso de la Unión. La iniciativa, presentada por el senador Ricardo Monreal, ya fue aprobada en el Senado; falta el aval de la Cámara de Diputados y su promulgación en el Diario Oficial de la Federación para que entre en vigor. La parte nodal de la reforma pretende impedir que los jueces de distrito otorguen suspensiones con efectos generales a leyes aprobadas por el poder legislativo, bajo un criterio absolutamente lógico: si la sentencia sólo se ocupa del quejoso o demandante, es arbitrario e inconstitucional otorgar una medida cautelar que excede los beneficios que se pueden obtener en la resolución final.
La relatividad de las sentencias de amparo, también llamada “cláusula Otero”, es un mandato constitucional. Se puede o no estar de acuerdo con ella, pero el texto fundamental es claro: “Las sentencias que se pronuncien en los juicios de amparo sólo se ocuparán de los quejosos que lo hubieren solicitado, limitándose a ampararlos y protegerlos, si procediere, en el caso especial sobre el que verse la demanda” (artículo 107, fracción II).
Sin embargo, la Corte ignora flagrantemente este precepto. Por vía jurisprudencial permite que jueces de distrito suspendan leyes o normas con efectos generales hasta en tanto se resuelve el fondo del asunto en sentencia. Es decir, otorga medidas cautelares a quienes no las solicitaron ni pueden ser beneficiados por ellas. (Para invalidar leyes se requiere el voto favorable de 8 de los 11 ministros en Pleno, o de 4 de 5 en Salas).
La actual reforma en proceso a la ley de amparo se queda corta. Hay un problema de mayor calado que la iniciativa no atiende y que es motivo de arbitrariedad y corrupción en juzgados: según la SCJN, los jueces de distrito no violan derechos humanos al tramitar los juicios de amparo que conocen. La jurisprudencia del Pleno, anterior a las reformas constitucionales de 6 y 10 de junio de 2011, otorga a las y los jueces una suerte de fuero que blinda su actuación jurisdiccional, sea cual sea su resolución, lo cual es contrario al mandato de los artículos 1º, párrafo tercero, y 13 de la CPEUM.
Con base en este criterio de la Corte, que data de finales del siglo pasado (jurisprudencia P. J. 2/97 ), y que fue reafirmado por el Pleno en noviembre de 2013 (expediente de sustitución de jurisprudencia 9/2012), los tribunales colegiados de circuito han reforzado el poder de los jueces de amparo sin establecer, al mismo tiempo, límites y consecuencias legales a su actuación en caso de que vulneren derechos humanos de los justiciables conforme a su propia jurisprudencia, al parámetro de control de regularidad constitucional y al control de convencionalidad al que están obligados.
En los hechos, la SCJN y los tribunales de competencia delegada han dejado en estado de indefensión a los quejosos frente a las resoluciones de los jueces de amparo que violen sus derechos humanos, pues los actos u omisiones que se inscriban en este supuesto no pueden ser combatidos como nuevos agravios en los recursos de impugnación, ni tampoco es posible recurrir a una nueva demanda de amparo, ya que la ley de la materia restringe esa posibilidad. Según este precepto, la improcedencia opera “contra resoluciones dictadas en los juicios de amparo o en ejecución de las mismas” (artículo 61, fracción IX).
A este constructo jurisprudencial hay que sumar las inéditas atribuciones y facultades de los titulares de los órganos primarios de control constitucional, derivadas de las reformas de junio de 2011 a la CPEUM, las cuales fueron ampliadas nuevamente en abril de 2013 al entrar en vigor la nueva Ley de Amparo. El conjunto de reformas dotó a jueces y juezas de discrecionalidad en sus decisiones para interpretar las normas de derechos humanos –facultad de la que antes carecían–, a fin de combatir la arbitrariedad de la autoridad. Paradójicamente, estas reformas no contemplaron recursos para que el quejoso hiciera frente a la arbitrariedad y al abuso de la autoridad jurisdiccional en el mismo juicio de amparo.
En resumen, los jueces de distrito poseen una suerte de patente de corso para delinquir. Urge entonces una reforma de fondo a la ley de amparo, no un simple parche como el que se procesa actualmente en el Congreso de la Unión. El juicio de amparo ha perdido su esencia: hoy es una herramienta compleja y onerosa, con enormes lagunas, que está al servicio de las élites.