Musk en el Despacho Oval, firmas de decretos televisadas, anuncios a bordo del ‘Air Force One’… En su regreso al poder, el republicano lleva más lejos que nunca el concepto de la política como espectáculo
Iker Seisdedos
El martes fue un día especial en el gran plató de la Casa Blanca de Donald Trump. La parrilla arrancó por la mañana con la visita del rey de Jordania y el clásico plano fijo reservado a los jefes de Estado, con el presidente de Estados Unidos a la derecha, el visitante a la izquierda, y el fondo del fuego siempre encendido en la chimenea. La jornada tuvo su pico de audiencia cuando arrancaba la franja de la tarde, con una puesta en escena que exigía frotarse los ojos: Trump, tras la mesa del Despacho Oval, y Elon Musk, su más rico aliado, de pie, con gorra, y su hijo de cuatro años a hombros o paseando por allí. La retransmisión la despidieron, ya en horario late night, las imágenes del presidente saliendo a los jardines de la Casa Blanca para recibir, mientras caía la nieve sobre Washington, a Marc Fogel. El ciudadano estadounidense liberado ese día de una prisión rusa, donde llevaba tres años y medio “injustamente encarcelado”, según el Departamento de Estado, llegó envuelto en una bandera americana.
Hay que reconocer que el día estuvo sobrado de buen material televisivo, aunque nada se pudo comparar al espectáculo con Musk, que respondió durante una media hora a las preguntas de los reporteros sobre sus planes de jibarizar la Administración federal, cuestionados en los tribunales. Fue una emisión histórica, no solo por ver al hombre más rico del mundo en el espacio con mayor carga simbólica de poder del planeta o por lo surrealista de la presencia del niño, sino por la excepcionalidad que supuso contemplar a Trump callado tanto rato, mientras escuchaba a alguien hablar. Una actitud sin muchos precedentes en su dilatada carrera como estrella de la telerrealidad, primero, y de adalid de la política como espectáculo, después.
“Siempre ha sido un showman, orgulloso de ser, como él mismo dijo hace años, ‘una máquina de generar audiencia”, advierte en un correo electrónico la periodista Margaret Sullivan, que fue defensora del lector en The New York Times y columnista de medios en The Washington Post durante la primera Administración de Trump. “Ahora que es presidente de nuevo, no ha dejado de comportarse de esa manera. En parte, es porque anhela la atención, pero no solo: está constantemente actuando de cara a su base de votantes y seguidores. Ellos son los que le dan tanto poder porque le creen y aprueban sus decisiones, sin importar lo que diga o haga. Es su talento para manipular a la masa”.
Más allá del rato en el que Musk tomó la palabra, Trump no ha guardado demasiado silencio en sus primeros 24 días en la Casa Blanca. Y, justo es reconocerlo también, mantiene permanentemente abierto un canal de comunicación con la prensa tradicional, a la que dice odiar, pero de la que, a todas luces, vive pendiente. De momento, está hablando con los medios casi a diario, más incluso que al principio de su primera presidencia.
La mayor parte de las veces, lo hace en varias ocasiones al día, pero una sobre todo: cuando se encierra con un puñado de reporteros a firmar decretos y responder preguntas. Se trata de una ceremonia insólita, que retransmiten las cadenas de noticias con un poco de retraso, en la que un ayudante anuncia la medida que se va a adoptar, le pasa la carpeta abierta a Trump y este firma con un gesto de aprobación y comentarios del estilo de: “¡Esta orden es especialmente buena!”.
El contraste entre esa hiperactividad y la reclusión en la que vivió su predecesor, Joe Biden, durante su presidencia, cuatro años en los que solo dio 36 conferencias de prensa y rara vez lo hizo solo, da razones a sus aliados para defender que Trump está actuando con una transparencia inédita, también mayor que en su primer mandato. Los analistas demócratas de las cadenas de cable también le conceden ese mérito, como hizo el martes, después del show con Musk, Jake Tapper, presentador de la CNN. Sentado en la mesa de debate, Jeffrey Toobin, veterano ensayista político, puntualizó que esa “aparente transparencia” no puede ocultar el bosque de mentiras, exageraciones y medias verdades con las que el nuevo inquilino de la Casa Blanca construye su discurso.
Tampoco, que esa verborrea está tratando de introducir en Washington —de momento, con considerable éxito— una suerte de “neolengua” (el concepto es de la novela 1984, de George Orwell), un nuevo idioma en el que términos como “diversidad” se han convertido en palabrotas, el español ha desaparecido de la web de la Casa Blanca y al redactor (que no al fotógrafo) de la agencia AP, la más grande del mundo, le impiden la entrada al Despacho Oval por negarse a renombrar en su Libro de Estilo (como ya han hecho Apple y Google en sus herramientas de navegación) el Golfo de México, que Trump ha decretado que se llame “de América”.
El escritor Stephen Marche, autor del ensayo La próxima guerra civil. Despachos del futuro de Estados Unidos, explica que la estrategia de Trump también pasa por “inundar la zona”, concepto muy washingtoniano, acuñado por el estratega ultra Steve Bannon: consiste en secuestrar la atención de los medios y de la sociedad a base de anegar los conductos de la atención del público haciendo muchas cosas al mismo tiempo, sin dar respiro siquiera a la indignación. “La idea es que no sea fácil seguirle la pista y que, en consecuencia, no se sepa bien qué está pasando en realidad”, considera Marche. “Tiene alma de productor ejecutivo de televisión. No solo piensa siguiendo esa lógica, sino que organiza sus mensajes para que nunca decaiga la audiencia, de la que es un adicto. ¿Y los estadounidenses? Están acostumbrados a ese circo. Son especialmente vulnerables a la manipulación”.
El domingo pasado fue otro buen ejemplo de esa política. Trump hizo historia al convertirse en el primer presidente estadounidense en acudir a la final de la liga de fútbol americano. Por si no fuera suficiente esa oportunidad televisiva, durante la que saludó el himno llevándose la mano a la frente, aprovechó el viaje a Nueva Orleans en avión, concretamente, cuando el Air Force One sobrevolaba el Golfo de México, para firmar un decreto sobre el asunto del cambio de nombre. Luego, cuando terminó el partido, anunció la muerte de las monedas de un centavo. Y el lunes, y en vista de que la audiencia registraba un valle, soltó la noticia de que había ordenado prohibir las pajitas de papel para devolver las de plástico a los refrescos y copas de los estadounidenses.
Como resultado de esa manera de hacer las cosas, la legión de reporteros que cubren Washington viven exhaustos, enfrentados a jornadas sin fin, permanentemente en vilo y entre sobresaltos, como la audiencia global a la que sirven. De qué manera pueden los medios (y la sociedad civil) recobrar lo que Marche llama “el control de la atención” es un debate abierto. “La prensa siempre ha tenido dificultades para descubrir cómo cubrir a Trump de una manera efectiva”, explica Sullivan. “No es igual que los políticos tradicionales, pero los medios aún no se han adaptado a su forma de ser”.
La reputada periodista dice que “tal vez la mejor decisión sea cubrir los efectos de sus acciones (o sus posibles efectos) en lugar de dejarse arrastrar por el show en sí”. “Aunque, por supuesto, algo así es difícil de hacer, porque [el presidente estadounidense] está constantemente generando noticias con sus últimos escándalos. Y el papel de los medios es cubrir las noticias”, añade.
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