Uno pecó por una ingenua temeridad, el otro por zalamería. Ambos casos ilustran las caprichosas aguas en las que habremos de movernos en nuestra relación con la Casa Blanca los próximos cuatro años. Una referencia para Claudia Sheinbaum sobre lo que no habría que hacer, y hasta ahora no ha hecho.
Por un lado, la imagen de Gustavo Petro, presidente de Colombia, pasa por una dura crisis dentro y fuera de su país, luego de la bochornosa rendición ante el ultimátum de Estados Unidos para que dos aviones militares cargados de deportados aterrizaran en suelo colombiano. Como es sabido, Petro no solo negó la autorización, que en principio había sido otorgada, sino intentó convertir su rechazo en un pronunciamiento político de independencia y soberanía. Declaraciones nutridas de consignas cargadas de patriotismo y dignidad. El problema con los actos heroicos es que para que se conviertan en heroicos tienen que estar sostenidos por algo más que lemas “masiosare”. Pocas cosas tan patéticas como un bluff de dimensiones apoteósicas que se traicionan y contradicen frente a las consecuencias inmediatas.
El fin de semana, Petro lanzó una docena de mensajes en la red X en lo que parecía la primera rebelión en contra de los designios del imperio. “Si conoce alguien terco, ese soy yo, punto. Puede con su fuerza económica y su soberbia intentar dar un golpe de Estado como hicieron con Allende. Pero yo muero en mi ley, resistí la tortura y lo resisto a usted. Me matarás, pero sobreviviré en mi pueblo que es antes del tuyo, en las Américas. Somos pueblos de los vientos, las montañas, del mar Caribe y de la libertad. Túmbeme presidente y le responderán las Américas y la humanidad”, fue parte de lo que escribió el inspirado mandatario.
Inspirado, pero a todas luces desproporcionado. Primero, porque el motivo de la protesta de Petro era más simbólico que real; no se trataba de una reacción desesperada y necesaria frente a una agresión decisiva, ya no digamos de vida o muerte sobre el destino de los colombianos, como podría desprenderse de las dramáticas palabras presidenciales. No es que se negara a la deportación en sí misma, sino al hecho de que sus paisanos fueran traídos en aviones militares y no civiles. Le preocupaba en particular que fueran tratados como delincuentes. Una preocupación legítima, pero que evidentemente podría ser abordada a través de segundos o terceros niveles responsables de la operación y la logística. Petro respondía a videos que corrían en las redes con supuestos traslados a Brasil con detenidos esposados y me parece que decidió convertirlo en una oportunidad política para apuntalar su alicaída popularidad. Escogió mal la situación y el tono, y terminó consiguiendo justo lo contrario. El desenlace fue tan anticlimático como revelador: 18 horas después autoridades de su administración concedieron el permiso de aterrizaje a los aviones, y de los que le sigan, negado por su presidente. Bastó la suspensión en el otorgamiento de visas y la amenaza de aplicar tarifas para que el heroísmo de Petro se esfumara.
Me parece que por las mismas razones pero recurriendo a una táctica opuesta, Justin Trudeau intentó hace unas semanas una arriesgada maniobra para convertirse en el mejor aliado de Donald Trump, con quien había mantenido relaciones distantes. Se apersonó prácticamente sin invitación en el retiro de Florida del entonces presidente electo, como si fueran amigos o un miembro de la familia. Trump lo vio brevemente, sí, pero días más tarde se mofó de su colega. Y eso que el canadiense quiso hacerse útil a la causa del neoyorquino traicionando a México al proponer una relación comercial directa, al margen del Tratado Comercial. El acto cortesano fue percibido por la opinión pública de su país como una humillación y un descalabro, al grado de que días más tarde, Trudeau anunció el fin de su mandato.
Los dos presidentes, colombiano y canadiense, habrán considerado que estas acciones suponían un beneficio para su país, aunque me temo que en ambos casos primó el deseo de aprovechar una coyuntura para impulsar su desplomada popularidad. Uno, por la vía de halagar a Trump, otro por la de enfrentarlo. El lastimoso resultado ofrece una lección a los liderazgos del resto de los países, que al pasar los días siguen haciéndose ascuas sobre la mejor manera de bregar con este atrabancado y poderoso personaje.
Claudia Sheinbaum hasta ahora se ha movido de manera impecable en esta delgada línea entre la dignidad y el realismo. Su mantra ha sido “mantener la cabeza fría” y actuar en función de hechos concretos por parte de la nueva administración, no de declaraciones retóricas. Siempre apelar a la colaboración, a la negociación, a la profunda y larga relación que ha existido entre ambos países; nunca al arrebato.
Inevitablemente habrá que tomar decisiones difíciles en el camino, contradictorias algunas porque las relaciones entre México y Estados Unidos son complejas y abarcan muchos frentes. Se conjurarán algunas de las amenazas y se asumirán las consecuencias de otras. En más de una ocasión tendrá que optarse por el “menor de los males”. No hay manual de la etiqueta perfecta para afrontar al intempestivo vecino y los halcones que lo acompañan. Pero la Presidenta parece estar consciente, por las muchas ocasiones en que lo ha invocado, que la verdadera guía de sus decisiones tiene que ser la búsqueda del bienestar del pueblo. No el ego, no la popularidad (que ahora sobra), no las posiciones ideológicas o doctrinarias. Sin humillaciones, solo recordar que la verdadera dignidad no es envolverse en la bandera (Petro) o usarla como tapete (Trudeau), sino defender el interés de las mayorías.