El gobierno de Andrés Manuel López Obrador sacudió a este país en más de un sentido. Para la mayoría, un giro necesario para mirar por los que menos tienen; para otros un incordio y un periodo oscuro. Sin duda un sexenio que requerirá de una valoración más sosegada. Pero desde cualquier perspectiva que se juzgue, es evidente que México está muy lejos de haber encontrado una fórmula para crecer con el ritmo y la calidad necesaria de cara a sus problemas ancestrales: inseguridad, pobreza, desigualdad, corrupción. No lo ha conseguido en realidad desde hace varias décadas.
La pregunta es si el inicio de un nuevo sexenio ofrece una oportunidad, al menos para intentarlo. Francamente la creo posible por tres razones: el apoyo popular del que goza el gobierno; la transición a la fracción política encabezada por Claudia Sheinbaum, y la maduración de las élites económicas de cara a la búsqueda de un modelo de crecimiento más equilibrado.
Comienzo por esto último. El voto masivo en favor de Morena en 2018 y 2024 dejó en claro a las fuerzas económicas que la exigencia de un cambio en favor de las mayorías llegó para quedarse. Las élites económicas no pueden seguir pensando que es posible mantener indefinidamente un modelo que genera su prosperidad (de ellos y de quienes les rodean), pero mantiene estancadas la movilidad social y las condiciones de vida de la mitad de los habitantes y de buena parte del territorio. Las debacles del PAN y del PRI hacen evidente que, ante la exigencia de los sectores populares, no hay una opción política que compita al grupo que hoy gobierna. El sentido práctico de los empresarios los haría más que receptivos a una propuesta política por parte del nuevo gobierno, que haga viable su participación en el México que siga.
Segundo, me parece que Claudia Sheinbaum ha enviado señales evidentes de que esa propuesta se está diseñando. Podrá ser la que están esperando o no, eso es otra cosa, pero los puentes se están construyendo: los muchos mensajes de la Presidenta electa a los mercados financieros y su preocupación por la estabilidad, las infaltables reuniones con el sector privado en cada gira y, sobre todo, la composición de un gabinete plural, profesional y no doctrinario particularmente en su núcleo económico: Rogelio Ramírez de la O en la Secretaría de Hacienda, Marcelo Ebrard en Economía, Luz Elena González en Energía. Y mucho más significativo, el anuncio de la creación de un Consejo Asesor Empresarial coordinado por Altagracia Gómez, una joven y brillante empresaria, hija del propietario de Minsa, cercana asesora de Sheinbaum desde hace rato. Todo indica que, a diferencia del formado por López Obrador y el efímero paso de Alfonso Romo en el gabinete actual, en esta ocasión se trata de un puente real, capaz de redefinir una nueva relación con el sector privado.
En suma, me parece que las dos partes, gobierno entrante y empresarios (con todo y su diversidad) cada vez están más conscientes de que se necesitan mutuamente. Entre otras razones porque el sexenio que hoy termina hizo evidente la imposibilidad de caminar separados por mucho tiempo.
Antes de López Obrador hubo un mejor entendimiento entre el poder político y económico, es cierto. Pero en gran medida gracias a la renuncia por parte de los políticos a garantizar la responsabilidad del Estado para actuar como contrapeso de los desequilibrios provocados por las fuerzas del mercado. El Estado abdicó en gran medida de su función social y subordinó la política a los intereses inmediatos de la economía de mercado. Por desgracia no conseguimos ni una cosa ni otra: ni crecer ni, desde luego, mejorar las condiciones de vida de los más desfavorecidos. Durante 18 años (2000 a 2018) crecimos a una tasa de 2 por ciento promedio anual. El tercio superior de la población experimentó con la globalización una prosperidad relevante, es cierto. Pero es obvio que, conseguirlo con tan débiles tasas de crecimiento, significó que la situación de la mitad o más de los habitantes se estancar o retrocediera.
López Obrador puso en marcha políticas destinadas a mejorar el poder adquisitivo de la población. Pero a un costo significativo en términos económicos, entre otras razones por la distancia tomada respecto a los que generan la inversión privada. El PIB habrá crecido apenas a un promedio anual de 1 por ciento al terminar este sexenio, en buena parte atribuible a la pandemia desde luego, pero también a un ambiente de negocios crispado, fruto de los desencuentros entre el gobierno y el sector privado.
En este momento no voy a abundar en cuánta de esta crispación obedece al estilo elegido por López Obrador y cuánta a las resistencias de los poderes fácticos, opuestos a los cambios. Pero es evidente que en la confrontación ambas partes pierden. Pierde México, sobre todo. No hay manera de que el gobierno de la 4T consiga una mejoría sustancial de las grandes mayorías con crecimientos tan magros durante períodos largos. Ninguna derrama social es suficiente si no hay una multiplicación masiva de empleos dignos. Y el gobierno tiene que hacerse cargo de que el grueso de este esfuerzo recae en el sector privado, guste o no. Los particulares son responsables de la generación de cerca de 75 por ciento del PIB de México y esto no cambiará sustancialmente.
Se necesitan, pues. Pero es más fácil decirlo que asumir las consecuencias. No se trata de que Claudia Sheinbaum gestione “un corrimiento hacia el centro” porque, visto así, se pone en riesgo el mayor activo con el que contarían en este momento quienes dirigen los destinos de nuestro país tanto en su esfera política como en la económica: el apoyo popular del que goza el gobierno. Es un activo con el que las élites dirigentes no contaron durante las últimas décadas (brevemente con Vicente Fox y rápidamente desperdiciado por la ausencia de una visión de Estado).
En ese sentido, el apoyo del que goza Claudia Sheinbaum es un bono político fundamental para remover los obstáculos que se necesitaría para crecer de manera sustantiva. Y es que, es cierto, muchos de esos obstáculos residen en el sector público, en la burocracia, en las filas sindicales o en el reciente protagonismo de los militares. Pero muchos otros en los propios poderes fácticos: legislaciones bancarias abusivas, gremios y estamentos acostumbradas a los privilegios (jueces y notarios), canonjías fiscales de los poderosos, abusos de los monopolios y de trasnacionales acostumbradas a la expoliación, corrupción y un largo etcétera.
Nada de eso desaparecerá de inmediato. Pero existe la posibilidad de que la maduración de las dos partes, de un corrimiento hacia el centro tanto del sector público como del sector privado, aunado al bono político que representa el apoyo popular, constituya una oportunidad para encontrar una fórmula de crecimiento sostenido y más sano. Algo que hace mucho perdimos, si es que alguna vez lo tuvimos.