De 1982 al 2018 casi nada sustancial cambió en México. El ritual sexenal se produjo 6 veces ateniéndose al principio establecido, en su novela El Gatopardo, por Giuseppe Tomasi di Lampedusa: “que todo cambie para que todo siga igual”.
Inalterable se mantuvo el modelo económico desde que José López Portillo entregó el poder a Miguel de la Madrid y este a Carlos Salinas de Gortari. Siguió después Ernesto Zedillo para luego inaugurar un breve interludio bipartidista con el panista Vicente Fox Quesada y con su correligionario Felipe Calderón Hinojosa.
Aunque en el 2012 volvió el PRI al poder con Enrique Peña Nieto lo cierto es que daba lo mismo que gobernara uno u otro partido pues, quien en realidad mandaba en nuestro país, era el llamado “Grupo compacto”; una élite económica que, sacando raja del modelo neoliberal, se hizo inmensamente rica y poderosa.
Salinas Gortari se robó la presidencia y otro tanto hizo Felipe Calderón. No podían, ninguno de los dos, darse el lujo de entregar el poder a opositores que fracturaran el modelo económico. Tenían que honrar los compromisos adquiridos con la oligarquía nacional y extranjera y completar el saqueo de la Nación. Con sangre pagamos las y los mexicanos estos dos fraudes electorales.
Como un cáncer que hizo metástasis en todo cuerpo social operó el neoliberalismo. La intelectualidad, la academia, la cultura, los medios fueron cooptados por el sistema, infectados más bien por el mismo. Otro tanto sucedió con la banca, la empresa privada, los poderes del Estado. La corrupción se apoderó de todo.
Reprimidos o censurados unos cuantos; al resto se les compró. La imaginación entró en barrena; perdió brillo, originalidad y sentido crítico el pensamiento. Defensores a ultranza del sistema se volvieron quienes, ante la corrupción galopante y la monstruosa desigualdad, deberían haberlo denunciado.
Se acomodaron y tanto, que hoy no saben qué hacer. Les hizo daño tanto dinero; el sentirse tan cerca del poder, el considerarse los “dueños del oído” del emperador como decía Ryszard Kapuscínski. Se creyeron aquello de que eran “líderes de opinión” cuando, en estricto sentido, se habían vuelto repetidores de la cantinela neoliberal.
Imposible les parece entender aquello a lo que, en las dos últimas mañaneras se ha referido Andrés Manuel López Obrador: “Antes como antes; ahora como ahora” como decía, en contraposición con el principio gatopardiano que rigió al México neoliberal, un dirigente del Pueblo Yaqui.
Abajo se le vino el mundo a esos oligarcas que pretenden imponer su voluntad al gobierno. Ya no mandaron sobre López Obrador, menos todavía mandarán sobre Claudia Sheinbaum Pardo. No se repartirán los bienes de la Nación; no burlarán las leyes, no manejarán a su antojo a jueces, magistrados y ministros.
Abajo se le vino el mundo también a quienes se consideraban los únicos intérpretes del sistema político mexicano. Nada entienden hoy de lo que pasa e insisten en juzgar, como si se tratara de políticos de viejo cuño, tanto al Presidente saliente como a la Presidenta que llega.
Esta transición tersa, inaudita, entre dos compañeros de lucha, los ha descolocado por completo. Hasta los más inteligentes y menos ideologizados de los columnistas se empeñan en encasillar tanto a Claudia como a Andrés Manuel y están a la espera de la inminente ruptura entre ambos.
Y si a la dirigencia no la entienden, menos entienden al movimiento. Como si fuera un partido político convencional lo juzgan. Creen ver al PRI y al PAN y esperan comportamientos similares cuando, en realidad, Morena es una especie de cataclismo social único en la historia.
Imposible les resulta entender la naturaleza profunda de la victoria del 2 de junio pasado. México, como lo conocían, se acabó. La democracia es hoy una realidad y eso les molesta porque estaban acostumbrados a sacar ventaja de la democracia simulada.
No importa que López Obrador se los dijera hoy de nuevo y con todas sus letras: “Soy un Presidente naco, chinto, chairo, de Tepetitán, Macuspana, Tabasco y pertenezco al pueblo y al pueblo raso”. No le creen. Tampoco a Claudia cuando dice que obedecerá el mismo mandato.