Entre el 60% y el 70% de las víctimas no revelan lo que les ha ocurrido hasta que son adultos, y el 28% no llegan a contárselo a nadie, según un estudio de la Comisión Europea
Los abusos sexuales sufridos en la infancia constituyen un problema de salud pública. Así, por lo que a España se refiere, según un informe de 2023, elaborado por GAD3 con más de 8.000 entrevistas a personas adultas, el 11,7% de la población ha sufrido algún tipo de abuso sexual en la infancia o adolescencia, con una sobrerrepresentación del género femenino en una proporción de tres a uno. Frecuentemente son personas cercanas afectivamente a la víctima —sobre todo familiares, pero también profesores, entrenadores deportivos, monitores o sacerdotes— quienes han perpetrado tales abusos, aprovechándose de la relación asimétrica existente entre los adultos y los menores. La relación de poder y la capacidad de seducción de los adultos, potenciadas por coacciones más o menos sutiles, como regalos o tratos de favor, explican la acomodación del menor y el mantenimiento de estas conductas durante períodos prolongados de tiempo, con la agravante que ello implica para la salud mental de las víctimas.
Las consecuencias de los abusos sexuales continuados en la infancia son muy variables de unas personas a otras. Además de los efectos inmediatos —cambios bruscos de conducta, actividad sexual precoz, sentido excesivo del pudor, baja autoestima o aislamiento social—, la vulneración de la intimidad de los menores se configura como una cicatriz psicológica que se puede reabrir tiempo después en forma de alteraciones de conducta diversas.
No se puede trazar con precisión el mapa de los posibles trastornos mentales o dificultades de adaptación en la vida adulta sufridos por las víctimas. Eso va a depender de la vulnerabilidad emocional de los menores, de la gravedad de la conducta sexual —máxima en el caso de la penetración—, del grado de cercanía emocional con el abusador, de la continuidad en el tiempo de los abusos, de las consecuencias de la revelación en el entorno familiar —si la víctima da el paso de contar lo ocurrido— y de la respuesta judicial en el caso de que haya una denuncia.
Hay víctimas adultas resilientes que, en función de un apego seguro, de una estabilidad emocional o de un apoyo social o familiar, son capaces de sobreponerse a esa situación traumática y de afrontar un futuro más o menos normalizado. Pero otras muchas víctimas pueden mostrar en la vida adulta reacciones ansioso-depresivas, trastornos de la conducta alimentaria, inadaptación al entorno social, bloqueo en las respuestas sexuales o ideación suicida. Más allá de estos síntomas, muchas víctimas adultas no pueden sentir ni disfrutar de los placeres cotidianos de la vida y tienen dificultades en el ámbito de la intimidad para expresar o recibir sentimientos de ternura, como si no tuviesen derecho a la ilusión, al amor o al sexo. Todo ello lleva a que no se quieran a sí mismas, se menosprecien e incluso se sientan sucias.
Los abusos sexuales no salen fácilmente a la luz en el momento de los hechos. El pacto de silencio impuesto por el abusador, las limitaciones cognitivas de los menores para percatarse del alcance de estas conductas, la inexistencia de testigos y la frecuente falta de huellas físicas por el tipo de abusos cometidos —toqueteos, masturbaciones, imposición del visionado de vídeos pornográficos— contribuyen a mantenerlos ocultos. Ello facilita la prolongación en el tiempo de este tipo de conductas y dificulta la adopción de medidas protectoras del menor por parte de la familia o los órganos sociales o judiciales correspondientes.
Hay veces en que los menores mantienen en secreto lo ocurrido por sentimientos de vergüenza e incluso de culpa. Por ejemplo, por haber accedido a ese tipo de conductas sin haberse negado explícitamente a ellas, por no saber cómo decirlo, por el temor a ser considerados como mentirosos o por la percepción de impunidad del agresor, teniendo en cuenta la personalidad de quien realiza esas conductas y su posición de dominio sobre la víctima. Es más, esta incapacidad de procesar cognitiva y emocionalmente lo que les está ocurriendo puede llevar a algunos menores a que ni siquiera puedan recordar lo ocurrido, o a hacerlo con imprecisión y vagamente. Se trata en estos casos de una amnesia disociativa. Es resultado de la represión emocional ejercida sobre un suceso que se ha vivido como vergonzante y que, por ello, no se integra adecuadamente en el repertorio de recuerdos del menor.
Recuerdos reprimidos
De hecho, según un estudio reciente de la Comisión Europea (2024), entre el 60% y el 70% de las víctimas no revelan lo que les ha ocurrido hasta que son adultos, y el 28% no llegan a contárselo a nadie. La revelación tardía en la vida adulta de los abusos sexuales sufridos en la infancia puede causar perplejidad e incluso la atribución a intereses espurios (venganza o reclamación de un resarcimiento económico), pero responde a un sentido psicológico profundo.
Mantener en secreto lo ocurrido puede corroer a la víctima, pero no se habla cuando se quiere, sino cuando se puede. La persona afectada debe asimilar e integrar cognitivamente la experiencia vivida y buscar el apoyo emocional necesario antes de verbalizar los abusos sufridos. No hay una correspondencia entre los tiempos psicológicos y los tiempos judiciales. Los delitos pueden haber prescrito, pero no el sufrimiento de la víctima ni su derecho a conocer la verdad.
¿Pero por qué mucho tiempo después de sucedidos los abusos, se da el paso de revelarlos? Las personas adultas pueden sentirse mal y pedir ayuda por diversas razones. Las víctimas pueden ser conscientes, de adultas, del significado de los abusos porque la perspectiva del tiempo y la evolución personal y cognitiva les permite reinterpretar lo ocurrido en su justa dimensión. En muchas ocasiones es el establecimiento de una relación de pareja, o la dificultad para establecerla, lo que puede evidenciar las limitaciones existentes para expresar sentimientos de intimidad y ternura y comportarse espontáneamente en el ámbito sexual. Estos obstáculos estaban ya latentes, pero se han mostrado ahora de forma explícita cuando han surgido, como en el caso de la relación de pareja, determinadas circunstancias nuevas en la biografía de las personas afectadas. El apoyo social e incluso judicial a las víctimas, con una ampliación considerable del período de prescripción para este tipo de delitos, ha contribuido a sacar a la luz este problema y ha facilitado que un drama pasado, pero con repercusiones en el presente, no quede circunscrito a la intimidad de la víctima.
A veces puede existir una contaminación del testimonio de los adultos cuando se refieren a sucesos traumáticos ocurridos en la infancia. Los falsos recuerdos, sobre todo cuando los abusos han tenido lugar cuando el menor tenía menos de siete años, pueden surgir por efecto del paso del tiempo, por el contacto con el sistema judicial y los interrogatorios diversos implicados; o incluso por influencia de procesos psicoterapéuticos o de regresión hipnótica, en los que el terapeuta atribuye el malestar emocional del adulto a un supuesto abuso sexual sufrido del que no es consciente. Pero en general, y salvo que haya algún tipo de inducciones externas, estos falsos recuerdos son poco frecuentes cuando la persona adulta se decide a revelar sucesos traumáticos dolorosos mantenidos en la intimidad durante tanto tiempo.
Autor: Enrique Echeburúa