A López Obrador no le importan gran cosa los efectos económicos que sus reformas pueden tener. En todo caso, asume que son daños colaterales de la transformación.
Claudia Sheinbaum tenía todo para hacer un arranque altamente exitoso de su sexenio.
El viento a favor que tenía la economía mexicana con el proceso de relocalización industrial ofrecía una oportunidad sin parangón para lograr crecimiento y desarrollo.
Iba a llegar con un triunfo electoral incuestionable y con un aura de pragmatismo y moderación, pese a que siguiera perseverando en los objetivos del movimiento que AMLO bautizó como ‘la cuarta transformación’.
Bueno, pues esa aspiración ya se acabó.
El grado de complicación que ya se gestó empezará a observarse en esta semana.
Los problemas para Claudia derivaron de que, con la interpretación de la Constitución hecha por la secretaria de Gobernación desde el 3 de junio, se perfiló la mayoría calificada de Morena en la Cámara de Diputados y una mayoría alcanzable en la de Senadores, reclutando a tres senadores. Ya llevan dos.
Quizá se podría pensar que eso no es un problema sino una ventaja, ya que, por primera ocasión desde los tiempos de Miguel de la Madrid, el Ejecutivo –la presidenta de la República– tendrá un poder que nadie había tenido en casi medio siglo.
El origen del problema, seguro que usted ya lo adivinó, se llama Andrés Manuel López Obrador.
AMLO no es un presidente más. Él quiere ser el fundador de la nueva República.
Y ha comenzado virtualmente con una nueva Constitución.
Los cambios propuestos son tan profundos que modifican algunos de los aspectos centrales de la Ley Fundamental.
Espera él que Claudia Sheinbaum opere los cambios que él diseño y propuso desde el 5 de febrero, algunos de los cuales quedarán en ley este mismo mes, antes de que él se vaya.
Al presidente en funciones no le importan gran cosa los efectos económicos que esas reformas pueden tener. Los minimiza y en todo caso asume que son daños colaterales que tendrán que pagarse por la transformación emprendida.
No es el caso de la presidenta electa y sus colaboradores más cercanos.
No debe haber sido nada estimulante haber visto la previsión del Banxico, institución a la que no puede acusarse de alarmista ni nada cercano, que señala que anticipa un crecimiento de 1.2 por ciento para el primer año de gobierno de la próxima administración.
La composición del Congreso no va a cambiar en el 2025 y seguramente va a mantenerse una parte importante de la estructura política que hoy tenemos.
Pero arrancar el sexenio con un crecimiento apenas superior al de la población no es precisamente alentador.
López Obrador le puede haber dicho a Claudia que no preste atención a las variables macroeconómicas.
Tuvimos la peor caída del PIB desde 1932 en el año 2020 y la aprobación de López Obrador prácticamente no tuvo consecuencias.
Fallecieron 800 mil mexicanos en exceso en los años de la pandemia, y AMLO y el doctor López Gatell, tan frescos, diciendo que México había sido de los países que mejor manejaron la pandemia.
Además de la influencia de López Obrador, Claudia tiene a su alrededor a gente sensata, que es capaz de discernir respecto a las consecuencias que puede tener para ella y su gobierno un mal resultado económico. Ella no es López Obrador.
Pero, no tuvo elección, AMLO le impuso programa, un buen número de colaboradores y parte de su estrategia operativa.
El poder del presidente sigue siendo enorme y va a continuar siéndolo incluso después del 1 de octubre.
Pero, los ciclos de la vida son fatales.
Poco a poco, o rápido, no lo sabemos, su poder va a empezar su ocaso.
Ojalá Claudia tenga el talento de manejar esa circunstancia, pues ese periodo, el de un presidente poderoso en declive, con un personaje que quiere seguir siendo el centro de la vida pública del país, puede ser uno de lo más riesgosos para la estabilidad del país en muchas décadas.