
Enrique de la Madrid Cordero fue, durante la etapa en que se definió a Xóchitl Gálvez como la candidata presidencial del bloque opositor a Morena para la elección 2024, el cuadro que -técnica y políticamente- lucía más preparado, con un discurso más articulado, quizás solo detrás de Beatriz Paredes Rangel, a quien, sin embargo, le pesó como lápida la carga negativa del viejo PRI.
Y no es que De la Madrid Cordero no se identificara en las filas del tricolor; de hecho, como hijo del expresidente Miguel de la Madrid Hurtado su linaje remite al sexenio inaugural de lo que se dio en llamar el periodo neoliberal, que abrió las puertas a una tecnocracia que se vanagloriaba de los indicadores macroeconómicos mientras multiplicaba la cantidad de pobres y abría salvajemente la brecha entre los muy pocos que lo tenían todo y los millones que no tenían lo más indispensable.
La candidatura de la oposición terminó decantándose por Xóchitl Gálvez y, desde una apreciación personal, creo que en ello influyeron subjetivos criterios clasistas y hasta raciales. La imagen de la hidalguense pretendió venderse como la de una niña indígena, campeona del ‘echaleganismo’ que la convirtió en próspera empresaria y con desempeño en altos cargos de la administración pública federal y en tareas legislativas. Sin militancia formal en las filas del PAN, aunque apoyada siempre por ese partido.
Enrique de la Madrid, por su parte es el prototipo del tecnócrata: joven, refinado, elegante y por si fuera poco, güerito. Aunque se formó en la UNAM, hizo un posgrado en la Escuela de Gobierno John F. Kennedy de la Universidad de Harvard, tan satanizada en el obradorismo como el alma mater de los neoliberales, una escuela ‘donde les enseñan a robar’, dijo alguna vez López Obrador con el mismo desparpajo que igual volteaba hacia otro lado cuando en su gabinete aparecieron varios egresados de esa escuela, como los que hay también en el actual gobierno de Claudia Sheinbaum.
En diciembre del año pasado renunció al PRI y desde entonces se dedica a recorrer el país sosteniendo encuentros con diversos grupos sociales, especialmente jóvenes estudiantes y emprendedores; mujeres, profesionistas y organizaciones de todo tipo. Ayer, por ejemplo, se reunió en Hermosillo con las Madres Buscadoras que encabeza Cecy Flores, y con estudiantes de la Unison y del Tec de Monterrey.
Por la mañana sostuvo un encuentro con un grupo de periodistas ante quienes desplegó una buena parte de su análisis sobre la situación actual y las expectativas de la oposición frente a un gobierno del que lo menos que dijo fue que es “inviable”.
Cuestionó acremente a López Obrador y Claudia Sheinbaum y soltó toda la retahíla de señalamientos que suelen hacerse a la 4T desde la oposición: violencia criminal, corrupción y antidemocracia a través de la captura de todas las instituciones, señaladamente, asumiendo que los anteriores gobiernos, con fallas y omisiones, estaban haciendo mejor las cosas en muchos sentidos.
Le pregunté por qué si lo estaban haciendo tan bien, el 2018, 30 millones de mexicanos votaron para sacarlos del poder y les repitieron la paliza, corregida y aumentada en 2024. Le expuse que la narrativa de López Obrador no hubiera permeado de la manera en que lo hizo en amplísimos sectores de la sociedad, si no hubiera tenido asideros en una realidad de pobreza, marginación y exclusión de las grandes mayorías.
Tuvo que admitir que es cierto, y que uno de los grandes errores cometidos fue el ‘dejar a tanta gente atrás’. Gente, agregaría yo, que terminó cansándose de un piso disparejo, de la falta de oportunidades y de la pobreza extrema que se extendía casi tan rápido como se concentraba la riqueza en muy pocas manos.
Como sea, él anda en lo suyo, picando piedra para convencer a las audiencias donde se presenta -aulas, auditorios, restaurantes, hoteles y a través de un podcast- de que las cosas están muy mal y tienden a empeorar. Hay, desde luego quienes coincidan en su análisis y prospectiva y quienes estén dispuestos a colaborar en cambiar el estado de cosas.
Pero el asunto no es tan sencillo. La oposición no solo carece de liderazgos sólidos y con credibilidad; también carece de los recursos económicos, humanos, materiales y sobre todo de control institucional que sí tiene el gobierno.
De hecho, cuando se le pregunta por los liderazgos que pudiesen encabezar a la oposición, vuelve sobre la retórica del ‘echaleganismo’ y admite que no los hay, y que en todo caso, cada quien debe asumir la tarea de contribuir al cambio, lo que está muy bien para un discurso motivacional, pero choca con una realidad donde la principal fuerza política es la única que tiene no solo el mapa de las secciones electorales de todo el país -ese todos los partidos políticos lo tienen- sino también un billón de pesos para dispersar en programas sociales (que también admitió, han sacado a millones de mexicanos de la pobreza) y un ejército de quizá centenas de miles de personas que están recorriéndolos, tocando puertas, haciendo labor de proselitismo, más allá de los espacios refrigerados o los espacios mediáticos.
Hay que reconocer que después de siete años, siguen quedando muchas asignaturas pendientes en el gobierno de la 4T y de eso dan testimonio las más recientes movilizaciones -productores agrícolas y transportistas, señaladamente, porque la de la llamada Generación Z resultó una reedición chafa de la ‘Marea Rosa’- pero la oposición está más cerca de fragmentarse que de construir una plataforma unitaria. Y por lo visto, su más grande apuesta es a que Morena implosione, lo que puede ocurrir o no ocurrir. O en el peor de los casos, la apuesta es a que Donald Trump se meta, de la manera descarada y cínica como lo hizo en la elección presidencial de Honduras el pasado domingo.
En fin, cada quien hace su luchita, ya se verá con el tiempo si funciona.
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