Funcionarios y generales mexicanos prometieron a un empresario estadounidense recuperar una mina en Sonora, pero solo si recibían considerables sobornos. Para el hombre, recuperarla era más que un negocio: era un ajuste de cuentas con su pasado y una oportunidad de retribuir al orfanato que lo crió
Steve Fisher
(La Ciénega, Sonora)
Funcionarios y generales mexicanos prometieron a un empresario estadounidense recuperar una mina en Sonora, pero solo si recibían considerables sobornos. Para el hombre, recuperarla era más que un negocio: era un ajuste de cuentas con su pasado y una oportunidad de retribuir al orfanato que lo crió
A toda velocidad por la autopista, a más de 160 kilómetros por hora, un convoy de vehículos de la policía estatal atravesaba los topes de la entrada a un pequeño pueblo del desierto sonorense. Pasar sobre ellos era un infierno, pero Alejandro Sánchez sabía que reducir la velocidad era demasiado arriesgado: aquí, los lugareños los llaman “badenes de la muerte”, porque al bajar la marcha se les da a los francotiradores del cartel una mejor oportunidad para matarte.
Sánchez y los agentes que lo escoltaban habían salido de Hermosillo, la capital del estado de Sonora, antes del amanecer del 23 de junio y, para las siete de la mañana, ya habían llegado a Altar. No hay mucho tránsito peatonal, ya que el pueblo se encuentra en el corazón de una zona de guerra entre carteles, y cualquiera que camine por las calles corre el riesgo de quedar atrapado en un tiroteo.
Aun así, era un lugar donde podían reunirse refuerzos, así que el convoy se detuvo bajo el arco de bienvenida del pueblo y los agentes, armados con rifles semiautomáticos AR-15, tomaron posiciones elevadas para vigilar posibles amenazas. En cuestión de minutos, otras cuatro patrullas llegaron a toda prisa para unirse al operativo de seguridad.
El destino: una mina de oro. Los agentes sabían que Sánchez era clave para el futuro de la mina y mantenerla fuera del control de un poderoso cartel.
Durante tres años, Sánchez había trabajado para reactivar la mina, enfrentándose a funcionarios corruptos y operadores del narcotráfico. En una ocasión tuvo que lanzarse al suelo para cubrirse durante un tiroteo. Pero ahora estaba cerca de reanudar las operaciones en una mina con depósitos valorados en miles de millones de dólares.
—¡Vamos!— dijo Sánchez. Y el convoy volvió a ponerse en marcha.
Una sala de fumadores en Newport Beach
Hace cuatro años, Alejandro Sánchez disfrutaba de un puro cubano en una elegante sala de fumadores en Newport Beach, California, cuando el encargado del lugar le presentó a un amigo, Nicah Odood, que tenía un problema. El gerente sabía que Sánchez tenía contactos en México —empresarios y políticos de alto nivel— y pensó que quizá podría ayudar.

Odood era copropietario de una mina de oro en México que había sido tomada por los cuatro hijos del célebre narcotraficante Joaquín “El Chapo” Guzmán.
Odood quería contratar a Sánchez como su intermediario para convencer a la policía y al ejército de expulsar a los hijos, conocidos como “Los Chapitos.” Sánchez rechazó la propuesta. No tenía interés en la minería ni experiencia enfrentándose al inframundo mexicano.
Pero Sánchez tenía un vínculo personal con Sonora, el estado donde se encuentra la mina. Pasó la mayor parte de su infancia en un orfanato en Hermosillo.
Entonces, Odood le hizo una oferta: si ayudaba a recuperar la mina, el orfanato recibiría el 1% de las ganancias.
“El orfanato realmente me ayudó mucho en muchos sentidos”, recuerda Sánchez. “Y de pronto pensé: ‘¿Qué he hecho yo para devolverles algo a cambio?’” Le dijo a Odood que aceptaba. Sánchez comenzó a trabajar en enero de 2022.
“Pensé que bastarían unas cuantas llamadas telefónicas y el problema estaría resuelto”, dijo. Sánchez empezó el trabajo con una ingenuidad enorme. No se dio cuenta de que la mina estaba ubicada en medio de una ruta clave del narcotráfico hacia Estados Unidos, y que recuperarla significaba cortarles a Los Chapitos no solo el acceso al oro, sino también a millones de dólares en ganancias del tráfico de drogas.
El orfanato
Sánchez nació en 1971, en Mexicali, Baja California, hijo de una empleada doméstica de un banquero adinerado. Su madre, soltera, no podía mantenerlo, así que primero lo envió a un orfanato en Mexicali, pero no le gustó cómo lo trataban allí. Entonces, la esposa del banquero le recomendó el Instituto Kino, en Hermosillo, y su madre lo mandó allí cuando tenía cinco años.
En el orfanato, Sánchez le tomó especial cariño al prefecto, Francisco Fimbres. “Él me dio el cariño que me faltaba porque nunca tuve una figura paterna”, cuenta Sánchez.
Cuando su madre no podía comprarle zapatos, Fimbres le regalaba un par. Le enseñó a rezar el rosario, y Sánchez sigue siendo un católico devoto. De Fimbres y otros maestros aprendió un fuerte sentido del bien y del mal.
“Era estricto conmigo”, recuerda, “pero no tanto como con los otros niños.”
Fue una época dolorosa en la vida de Sánchez. Se sentía abandonado por su madre y no conocía a su padre. Se sentía solo, especialmente cuando los demás niños se iban a visitar a sus familias. A veces, Fimbres lo invitaba a cenar, y Sánchez recuerda con nitidez aquellas comidas caseras. La esposa de Fimbres hacía las mejores tortillas de trigo y frijoles negros.
Durante las vacaciones de verano era cuando más extrañaba a su madre. A veces ella lo visitaba en Hermosillo —o lo hacía ir a Mexicali, donde entonces vivía—, pero esas visitas eran escasas.
El sacerdote le había dicho que podía hablar con Dios cuando lo necesitara, así que el niño bajaba a la capilla, se arrodillaba en los bancos y preguntaba por qué no podía estar con su madre. Dios no le daba una respuesta. Aun así, se sentía bien poder hablar con alguien.



1. Niños juegan en el Instituto Kino. 2. Los estudiantes hacen fila en el comedor del orfanato, que puede albergar a 200 niños. 3. Sánchez, junto con los estudiantes del instituto, se unió al esfuerzo por recuperar la mina cuando les dijeron que parte de las ganancias se destinarían al orfanato. (Koral Carballo / Para LA TIMES)
Años después, su madre se casó con un ciudadano estadounidense y, cuando Sánchez tenía 17 años, consiguió la ciudadanía para ambos.
Sánchez acabaría estableciéndose en Newport Beach y estudiando Administración de Empresas en Rancho Santiago Community College, pero abandonó los estudios y comenzó a vender perfumes, atraído por las promesas de hacerse rico rápidamente. Pronto se dio cuenta de que no podía cubrir sus gastos.
Desilusionado, pero sin rendirse, Sánchez se propuso algún día alcanzar el sueño americano. Y lo logró. Se casó con la hija de exiliados cubanos y tuvieron un hijo. A través de su cuñado consiguió un empleo en una empresa que vendía hipotecas.
A su nuevo trabajo llevó la disciplina y la perseverancia que había aprendido en el orfanato. Ascendió rápidamente, gracias en parte a su personalidad: podía ser firme y directo en un momento, y al siguiente hacer una broma a su propia costa. Con el tiempo, decidió independizarse y representar a empresas estadounidenses que lanzaban proyectos de tarjetas de débito en América Latina.
Sánchez viajó por algunas de las ciudades más grandes de México y conoció a poderosos banqueros, senadores y magnates mientras promocionaba las tarjetas. Pero hasta que se involucró en la lucha por la mina, no había regresado a Hermosillo en 38 años. Los carteles no eran tan visibles entonces. “Ahora ves armas, drogas. Yo no crecí en este México”, dijo.
La ruta del oro y del narco
Como descubriría más tarde, los españoles hallaron oro en 1771 en una zona desolada a unos 80 kilómetros al sur de lo que hoy es Arizona. Llamaron al lugar La Ciénega, una deformación de una palabra indígena y un nombre incongruente —el pantano— en medio de un desierto árido.
Aunque el término “mina” sugiere túneles, la explotación en La Ciénega se realizaba sobre una vasta extensión —unas 14.000 acres (más de 5.600 hectáreas)—, en su mayoría cerca de la superficie. La mina cerró en 1905, cuando pareció que las reservas superficiales de oro se habían agotado, pero propietarios posteriores intentaron seguir extrayendo las riquezas ocultas de La Ciénega.



Odood, un agente inmobiliario de California que llevaba algunos años invirtiendo en la minería en México, entró en escena en 2015. Negoció con el propietario de la mina para adquirir los derechos de explotación de La Ciénega.
En ese entonces, la región estaba dominada por el cartel de Caborca, encabezado por el célebre narcotraficante Rafael Caro Quintero, pero pronto otros carteles rivales comenzaron a disputar el control de zonas de Sonora. Los Chapitos invadieron el territorio de Caborca y, con el tiempo, más de 3.000 personas morirían en la guerra.
Para 2022, cuando Sánchez accedió a ayudar a Odood, Los Chapitos ya habían forjado una alianza con otra organización criminal ultraviolenta, los Deltas, conocidos por sus tácticas paramilitares y su afición por las armas calibre .50, cuyas balas tienen el tamaño de un puro. Los Deltas arrebataron la mina al debilitado cártel de Caborca a punta de fusil.
Los Deltas también se apoderaron de al menos 200 ranchos de la región, expulsando a las familias y transformando sus viviendas en puestos de vigilancia y bases de operaciones. Robaron miles de cabezas de ganado, sacrificando algunas para alimentarse y vendiendo el resto para financiar su guerra. Controlaban no solo la mina, sino también una ruta crucial del narcotráfico hacia Estados Unidos.
La advertencia del general
Sánchez hizo su primer viaje a Ciudad de México en 2022, en representación de Odood, y se reunió con algunos generales retirados a quienes conocía por sus contactos empresariales. Durante una cena en un barrio adinerado — él pagó la cuenta—, Sánchez les expuso su plan.
“Necesito que me conecten con el general local para que podamos sacar a esos tipos de ahí”, les dijo. Los generales no parecían convencidos.
“Vas a necesitar no solo al secretario de la Defensa, también a la Marina”, le advirtió uno. Las fuerzas del cártel, añadió, eran “literalmente un ejército”.
“¡Caray!”, recordó pensar Sánchez después. “Así que no es tan fácil”.



Sánchez viajó a Hermosillo, a unos 160 kilómetros de La Ciénega, y se reunió con un geólogo que había trabajado en la mina. El especialista era aún más pesimista que los generales.
Pero para Sánchez, debía existir una manera. Divorciado ya por entonces, se volcó por completo en el proyecto, pasando la mayor parte de su tiempo en Hermosillo. En poco tiempo, construyó una red de personas que conocían los detalles de la mina.
Luego se reunió con el general que comandaba el batallón regional, y lo convenció de proporcionarle una escolta militar para que Sánchez pudiera ver la mina con sus propios ojos. Llevó consigo a algunos inversionistas nerviosos que habían apostado su dinero en el proyecto de Odood.
Sánchez y su equipo viajaron en un convoy de unas 12 camionetas Humvee, acompañadas por soldados con equipo táctico y armas de alto poder.
El convoy evitó la base principal de operaciones del cártel y, para su alivio, no enfrentó resistencia. Quizás los Deltas no se sintieron amenazados, o tal vez no se atrevieron a desafiar tal demostración de fuerza. Los inversionistas recorrieron el terreno y un geólogo tomó muestras del suelo.
Luego, en noviembre de 2022, surgió lo que parecía un avance decisivo. El esposo de una poderosa política sonorense presentó a Sánchez con un alto comandante de policía durante una cena con filetes en Hermosillo. Sánchez le explicó su dilema.
“No se preocupe”, respondió el comandante. “Yo puedo encargarme de su problema“.
A la mañana siguiente, el comandante le presentó su solución: el cártel solo necesitaba una parte de las ganancias, y una porcentaje para él mismo, por las molestias.
Con su arraigada fe en el Estado de derecho, Sánchez había adoptado un lema: “Nunca negociar con terroristas” —y para él, los Chapitos eran exactamente eso, terroristas.
Sánchez le dio las gracias y se marchó.
Un nuevo propietario
Sánchez descubriría después que Odood no era el único con derechos de explotación sobre La Ciénega.
El otro dueño era Jonathan Cooper, un empresario de Colorado con negocios en diversos sectores, que había adquirido parte de la mina en 2020. Cooper había mantenido una actitud distante, dejando que Odood se encargara del lado mexicano de las operaciones.
Para el invierno de 2022, Sánchez comenzaba a sentirse desilusionado con el proyecto. Aunque Los Chapitos controlaban la mina, aún quedaba mucho por planificar e investigar para cuando las operaciones pudieran reanudarse. Las facturas se acumulaban sin pagar, contó Sánchez, y sus gestiones no avanzaban. Decidió entonces rastrear a Cooper.

“No me conoces, pero estoy trabajando en tu mina en México”, le dijo Sánchez. Le explicó que la operación estaba en caos y, lo más importante, que un cártel se había apoderado de la mina. Cooper no sabía nada de eso.
En ese punto, Cooper y Sánchez creían que podrían acceder al sitio, ya que el ejército parecía dispuesto a ayudar. Solo necesitaban alimentos y alojamiento en la mina para hacerlo.
Hubo múltiples idas y vueltas entre Cooper y Odood, y antes de que terminara el año, el propietario original de los derechos mineros antes de Odood los recuperó. (Odood no pudo ser localizado para hacer comentarios). Luego, Cooper compró todos los derechos de la mina. Hizo a Sánchez copropietario, y prometió que él también donaría al orfanato.
Pronto, Sánchez descubrió que él y Cooper compartían un profundo rechazo hacia la corrupción. Cooper había oído que algunos policías en México eran corruptos, pero nunca imaginó que el gobierno ignorarían la toma de una mina de oro. ¿Qué haría falta para que el ejército mexicano actuara?
Un kilo de oro al día
A medida que avanzaba 2023, Sánchez comprendió que los cuarteles militares cerca de Hermosillo carecían de tecnología básica para recolectar inteligencia sobre los cárteles. Así que la empresa donó 15 drones, cada uno valuado en 15.000 dólares, además de gafas de visión nocturna, teléfonos satelitales e incluso una gran pantalla plana para una sala de mando.
Aun así, no hubo avances. Pero una noche en Hermosillo, durante otra de esas cenas necesarias para que cualquier negocio prospere, surgió una posible pista. Un político sonorense le dijo que había arreglado una reunión con los generales encargados del norte de México. Había, sin embargo, una condición.
“Para que la reunión se realice”, le dijo, “los generales necesitarán un millón de dólares”.

Sánchez, indignado, se negó. Comenzó a preguntarse si existía en el país algún funcionario honesto.
Para entonces, Sánchez ya había tejido una red de informantes que le contaron que el cártel había reforzado su presencia en la mina. Unos 50 trabajadores extraían hasta un kilo de oro al día, vigilados por 150 sicarios.
En diciembre, Cooper voló a Ciudad de México para reunirse con un empresario interesado en invertir en La Ciénega. El hombre le dijo a Cooper que le había hecho un gran favor: había hablado con los líderes del cártel, y su equipo podría entrar a la mina de inmediato, siempre que accediera a entregarles el 15% de las ganancias.
“No necesitas al ejército”, dijo el empresario, sonriendo.
“De ninguna manera voy a aceptar eso”, respondió Cooper.
“Eres un idiota”, replicó el desconcertado empresario. “Así es como se hacen las cosas en México”.
La cámara de tortura
Una y otra vez, cuando parecía que las autoridades mexicanas por fin intervendrían, surgían nuevos obstáculos. Más exigencias de sobornos. Más equipos necesarios. Más excusas para no actuar.
Las tropas no podían lanzar una redada en diciembre porque era Navidad. En marzo de 2024 tampoco, porque los soldados estaban asignados a patrullar los destinos turísticos llenos de estudiantes estadounidenses en vacaciones de primavera. Pero quizá en abril.
Ese mes, Sánchez le envió un mensaje a Cooper diciendo que ya no había dinero para pagar salarios y que estaba desesperado. “Estoy igual que tú, hermano”, respondió Cooper. “Estoy literalmente vendiendo parte de mi colección de vinos”. Ya había solicitado un préstamo de 600.000 dólares, usando como garantía una camiseta firmada por Michael Jordan que el astro del baloncesto había usado durante los Juegos Olímpicos con el Dream Team estadounidense.
Todo esto ocurría mientras Los Chapitos y sus aliados, los Deltas, libraban batallas con otros cárteles por el control de Sonora. “Tienes seis cárteles peleando por territorio y además por tu proyecto de oro”, le escribió Sánchez a Cooper.

Cerca de la mina había un pequeño poblado, también llamado La Ciénega, completamente tomado por el cártel. Al menos una casa se había convertido en cámara de tortura. Sánchez acompañó a las autoridades cuando, tiempo después, encontraron manchas de sangre en las paredes y fragmentos de dedos en el suelo.
Para junio, los informantes de Sánchez le contaron que la mina operaba las 24 horas del día. Con más de 30 retroexcavadoras y bulldozers, los mineros removían 1.500 toneladas de tierra diarias, dejando a su paso una estela de destrucción ambiental.
Camiones de volteo transportaban la tierra hasta una enorme planta de lavado, donde el agua de dos embalses arrastraba la tierra para revelar las pepitas de oro.
“Acabo de recibir noticias de que los malos sacaron en abril un poco más de 17 kilos de oro”, escribió Sánchez a Cooper. “Se están llevando todo tu oro.” Su valor: 1,4 millones de dólares.
Entonces, Sánchez conoció a un informante que lo cambiaría todo.
El informante y las trabajadoras sexuales
El informante era un excomandante militar que había desarrollado su propia red de informantes. Sus pistas habían ayudado a las autoridades a detener a varios narcotraficantes. Presentado a Sánchez por un funcionario de seguridad, el informante dijo que centraría su atención en La Ciénega.
“Vamos a eliminar totalmente a los cárteles”, le dijo a Sánchez. “Confía en mí”.
El informante comenzó a compartir inteligencia que Sánchez remitía a la policía estatal de Sonora.
Para entonces, un jefe policial emprendedor, Víctor Hugo Enríquez, había asumido el mando de la policía estatal por iniciativa del gobernador de Sonora, Alfonso Durazo. El gobernador, que ha hecho un esfuerzo decidido por reducir la criminalidad en su estado y atraer inversión estadounidense a la región, incorporó a Enríquez para desarticular a los narcotraficantes y devolver la seguridad a los cientos de rancheros cercanos a la mina.
Enríquez se puso manos a la obra, derribando capos del narcotráfico uno tras otro, a veces guiado por información que Sánchez transmitía desde el informante. Pronto le enviaba mensajes de texto a Sánchez sobre feudos del cártel, a veces adjuntando imágenes de Google Maps con edificios marcados con mirillas rojas.
“La base de las fuerzas armadas de los Deltas”, escribió a Sánchez sobre un sitio cercano a la mina. “Son objetivo prioritario. Hay cinco sicarios aquí, armados con Barretts calibre .50”.
El arma secreta del informante: las trabajadoras sexuales que el cártel había llevado al pueblo de La Ciénega para atender a los mineros. Les pagaba 100 dólares a cada una para que averiguaran todo tipo de datos: nombres, dónde vivían los miembros del cártel, qué autos manejaban. Las trabajadoras dijeron que Los Chapitos habían instalado un horno para fundir el oro en lingotes.
Una de las trabajadoras identificó al encargado de la mina como Erick Cabrera, que además dirigía un equipo de fuerzas especiales para Los Chapitos. Su esposa, dijeron las trabajadoras sexuales, gestionaba los envíos de oro a los estados de Jalisco y Sinaloa. En septiembre, el informante le envió a Sánchez un video de Cabrera, vestido con un uniforme tipo militar, disparando un Kalashnikov. Después de descargar diez tiros, hace el gesto de la paz con la mano.
El informante también envió a Sánchez un video de un Cessna aterrizando en una pista rudimentaria cerca de la mina. Estaba dejando un cargamento de AK-47 y recogiendo una carga de lingotes de oro.
El informante facilitó más datos sobre otros objetivos, enviando decenas de mensajes en el lapso de unos minutos. “Espero que actúen lo antes posible”, escribió.
En cuestión de días, la policía detuvo a un sicario de los Deltas, quien se había grabado fumando un porro y luciendo una cadena de oro en la que pendía una Santa Muerte incrustada de oro, que se cree otorga tránsito seguro al más allá.
Tres días después, la policía arrestó a otros dos sicarios. Pero el informante se mostró cada vez más impaciente por la falta de acción del ejército.
“Tienen que moverse más rápido”, le escribió a Sánchez.
Los Deltas también se apoderaron de al menos 200 ranchos de la región, expulsando a las familias y transformando sus viviendas en puestos de vigilancia y bases de operaciones. Robaron miles de cabezas de ganado, sacrificando algunas para alimentarse y vendiendo el resto para financiar su guerra. Controlaban no solo la mina, sino también una ruta crucial del narcotráfico hacia Estados Unidos.
La redada
Para el otoño de 2024, el gobierno mexicano finalmente accedió a actuar en La Ciénega. La operación involucraría a decenas de soldados de la Secretaría de Marina y a más de un centenar de policías sonorenses.
“Estoy preparando todo para el ingreso”, escribió Sánchez a Cooper por mensaje de texto. “Esperando que llegue otro helicóptero desde el sur.”
El 24 de septiembre, las autoridades informaron a Sánchez que la operación se lanzaría al día siguiente a las 2 a.m.
“Buen viaje, amigo”, le respondió Cooper. “Increíble trabajo el que has hecho para llegar hasta aquí”.

Sánchez intentó dormir un poco, pero el descanso fue inquieto. A la 1:30 de la madrugada se enfundó un uniforme para mezclarse entre las tropas y se unió a un convoy de 70 vehículos tácticos, camionetas patrulla y unidades blindadas.
El gobernador ordenó que Sánchez fuera transportado en un vehículo blindado. El convoy partió acompañado por dos helicópteros —uno de ellos un Black Hawk— y un avión de combate T-6 Texan.
Las fuerzas irrumpieron a toda velocidad por la entrada principal de la mina, y los agentes descendieron de sus vehículos con las armas desenfundadas. Se desplegaron por toda la propiedad, registrando una pequeña cueva en busca de un depósito de armas y revisando con cautela los dormitorios. Pero no hubo enfrentamientos, ni sicarios —solo unos cuantos conductores de camiones de basura aterrorizados.
Más tarde, Sánchez sabría por qué la mina estaba casi desierta. El Chapito a cargo de la operación, Iván Archivaldo Guzmán Salazar, había sido alertado. Guzmán, uno de los principales objetivos de las autoridades estadounidenses, llamó al encargado de la mina desde su escondite justo cuando Sánchez se ponía el uniforme militar.
“El gobierno viene con todo lo que tiene”, dijo Guzmán. “No los enfrenten. Váyanse”.
Sánchez envió un mensaje de texto a Cooper: la mina volvía a ser suya.
La revelación
El gobernador estableció una base policial, con 30 agentes y un comandante intrépido al mando. La noticia se propagó entre los inversionistas de Cooper, y pronto comenzó a llegar nuevo capital. Aquella noche, Cooper le envió un mensaje a Sánchez:
“Acabo de conseguir una inversión comprometida de $40,000.”
Dos semanas después de la redada, el informante se acercó a Sánchez.
“Es hora de sentarnos con los jefes”, le dijo. Sánchez estaba confundido.
Fue entonces cuando el informante reveló su verdadero papel: había estado trabajando para el cártel de los Salazar. “Ha llegado el momento”, dijo, “de pagarle a los nuevos jefes a cambio de seguridad”.

Sánchez repasó mentalmente toda su relación con el informante. Sí, le había proporcionado información valiosa, pero casi siempre sobre los Deltas o Los Chapitos. Rara vez había mencionado a los Salazar, uno de los cárteles más antiguos de la región.
Gracias, en parte, a ese flujo de información, los Salazares habían recuperado territorio perdido ante los Chapitos. Ahora querían el 15 % de las ganancias de la mina.
Sánchez fue tajante: no.
Tiempo después, los Salazares enviaron una amenaza a Cooper por medio de un intermediario:
“Danos nuestra parte… o atente a las consecuencias”.
“Necesito que les transmitas exactamente este mensaje,” le dijo Cooper al mensajero: “Váyanse a la mierda”.
El tiroteo
Aunque Los Chapitos habían cedido la mina, no habían abandonado la región. Así que en noviembre, alrededor de un mes después de la redada, el comandante de la base en La Ciénega advirtió a un convoy con seis agentes y Sánchez que se mantuvieran en alerta mientras se dirigían a un rancho cercano. “Estén atentos,” les dijo por radio.
Uno de los oficiales le dio una instrucción a Sánchez: “Si nos disparan, sal del vehículo, deja las puertas abiertas y refúgiate detrás de la rueda trasera.”
Minutos después, se escucharon disparos. El convoy se detuvo y los agentes respondieron al fuego. “¡Sal del camión!” gritó le gritó el oficial a Sánchez, quien buscó inútilmente su casco. Lo había olvidado. Saltó fuera del vehículo y se agachó detrás de la rueda trasera izquierda.
Escuchó un silbido pasar sobre su cabeza y luego diez más. Un francotirador disparaba con un arma calibre .50, capaz de derribar un helicóptero, desde un puesto de observación en la cima de una colina.
Cuando finalmente cesaron los disparos, el comandante había abatido a un sicario y capturado a otros cuatro. Dos más lograron huir en un vehículo blindado.
Regreso a la mina
El 23 de junio, el día en que atravesaron los llamados “badenes de la muerte”, el convoy de Sánchez cruzó las puertas principales de la mina. El comandante de la base policial se acercó para saludarlo.
“Los narcos le tienen pavor a este hombre. Se rinden con solo verlo”, dijo Sánchez sonriendo, mientras le ponía una mano en el hombro al policía de mejillas redondeadas. El oficial soltó una carcajada.
Esa misma tarde, el comandante y sus agentes salieron a revisar los puntos de observación que el cártel seguía utilizando. En lo alto de una colina encontraron latas vacías de atún y casquillos de calibre .50 esparcidos alrededor de una fogata.



1. Grafiti en un remolque, con “GNZ” refiriéndose a “Gente Nueva Salazar”, el cártel de Salazar. 2. Sánchez inspecciona los restos de un campamento improvisado montado por miembros del cártel en la mina. 3. Una patrulla de la policía estatal se encuentra con los vestigios de una batalla entre cárteles rivales. (Félix Márquez / Para LA TIMES)
Algunas noches, el cártel de los Salazar enviaba drones para vigilar la base, y recientemente sus miembros habían garabateado el acrónimo del grupo en el costado de un remolque.
Los Salazares y otros cárteles continúan en guerra entre sí. Durante una patrulla, la policía se topó con los restos de una batalla reciente: una camioneta y una Toyota 4Runner, ambas incendiadas y cribadas de balas. Era una escena del crimen que nadie investigaría.
Había unos 30 trabajadores preparando la mina para reanudar la producción, incluido un joven de 17 años que Sánchez contrató del orfanato donde creció. En otoño, Sánchez planea enviarlo a la universidad. También contrató a un exvalet de su restaurante favorito en Hermosillo; resultó que el joven había estudiado ingeniería y era un prodigio en trabajos eléctricos.
Otro empleado reciente acababa de ser deportado de Phoenix, donde había trabajado como chef. Ahora dirige el comedor del campamento.
Desde la expulsión de Los Chapitos, varios rancheros han regresado a la zona, aunque al menos uno se negó. No cree que la paz dure. Y quizás tenga razón.
En mayo, Enríquez, el implacable jefe de seguridad, renunció de forma abrupta tras frustrarse por la falta de coordinación con otras agencias, según personas cercanas a él. Días después, su reemplazo redujo el número de agentes en la base de 30 a solo seis, y un mes más tarde ordenó abandonar la mina por completo. Sánchez evitó la retirada con una llamada directa al gobernador.
La extracción minera se ha reanudado recientemente, y a medida que nuevos inversores se suman al proyecto, sus contratos especifican que el 1% de las ganancias será destinado al orfanato que una vez acogió a Sánchez.

Una capilla sin campanas
En Hermosillo, la tarde después de visitar la mina en junio, Sánchez se detuvo en una tienda de conveniencia de camino al orfanato para comprarles bebidas y galletas a los niños.
La instalación, que alguna vez estuvo en perfectas condiciones, ahora estaba en deterioro. Los fondos se habían agotado y eso se notaba. Los baños olían a alcantarilla, y los chicos dormían en las mismas literas en las que Sánchez había pasado la noche más de 40 años atrás.
La capilla donde Sánchez rezaba había sido desmantelada, y una reja de hierro bloqueaba la entrada. Los ladrones se habían llevado las campanas de la iglesia.
Sánchez dice que seguirá trabajando en la mina hasta que el orfanato esté renovado y financiado. Lo hace por los chicos, pero también por él mismo, por la necesidad de reconciliar su pasado, tanto su deuda con el lugar como los dolorosos recuerdos que evoca.

“Todos tenemos una misión”, dijo, mirando a través de los barrotes hacia la capilla.
“Quizás la mía sea encontrarme a mí mismo, cerrar esas puertas al dolor y al sufrimiento que viví, y luego continuar con mi vida”.
Steve Fisher es corresponsal especial. Esta historia fue apoyada por el Pulitzer Center y copublicada con Los Angeles Times y Puente News Collaborative, un medio sin fines de lucro bilingüe, convocante y financiador dedicado a noticias e información de alta calidad, basadas en hechos, sobre la frontera entre Estados Unidos y México.
Este artículo se basa en documentos gubernamentales y en extensas entrevistas con funcionarios del gobierno de Estados Unidos y México, trabajadores de la mina, Jonathan Cooper, propietario de la mina, y Alejandro Sánchez, quien ayudó a recuperar la mina.








