Los asesinatos del alcalde de Uruapan y del representante del gremio de limoneros en Michoacán revelan un cambio de paradigma en el crimen nacional, donde complicados esquemas extorsivos cooptan regiones enteras
Pablo Ferri
México atraviesa un momento delicado, situación invisible para la estadística. El Gobierno federal destaca mes con mes los avances en su estrategia de seguridad. Bajan los homicidios y buena parte de los delitos de alto impacto, motivo de celebración, tras más de 15 años de subidas prácticamente ininterrumpidas. Pero, al mismo tiempo, una sombra se extiende, la sombra de la extorsión, un mal practicado por las mafias para el que la autoridad no parece tener respuesta. Donde antaño la producción y el tráfico de drogas aparecían como el negocio principal del crimen, ahora se imponen los esquemas extorsivos, cada vez más sofisticados.
Los casos de extorsión han aumentado estos años, al menos las denuncias, para un delito en que la cifra negra siempre es alta. El Ejecutivo, que dirige Claudia Sheinbaum, lanzó en julio una estrategia especial para atajar el problema, cuyos resultados son todavía una incógnita. Las mafias, mientras tanto, avanzan. “Todo empezó con un discurso seductor, la idea de dar protección a cambio de seguridad”, explica Salvador Maldonado, investigador del Colegio de Michoacán, especializado en violencia e ilegalidad. “Poco a poco se fue generalizando, hasta que mutó, y ahora ya no es solo el pago por protección, sino el interés [de las mafias] por incrustarse en cadenas productivas, por formar parte del gremio”, añade.
El asesinato del alcalde de Uruapan este fin de semana, sumado al ataque mortal, hace unos días, contra Bernardo Bravo, representante de los productores de limón del Valle de Apatzingán, en Michoacán, revela el cambio de paradigma. Bravo representaba a un gremio asediado por organizaciones delictivas locales. El clásico cobro de cuota, modalidad simple de la extorsión, el pago de un impuesto informal al crimen para que permita la producción, la cosecha y la distribución del producto, había evolucionado a un esquema más complejo. Además de la cuota, el crimen trataba de erigirse en un ente regulador del mercado, imponiendo días de cosecha. Y aún más, los delincuentes se proponían como proveedores de insumos, obligados para los agricultores.
Bravo trataba de llegar a un acuerdo menos lesivo. Según ha podido saber EL PAÍS, el crimen pedía dos pesos por cada kilo de limón cortado y dos pesos más, por cada kilo comercializado, cantidad que Bravo trataba de rebajar. El líder gremial intentaba además que los criminales les permitieran cortar limones más de tres días a la semana, imposición de los últimos tiempos, herramienta con la que trataban de controlar el precio de mercado del cítrico. En ese contexto, los extorsionadores asesinaron a Bravo. Aparentemente, le citaron en un pueblo cerca de Apatzingán, lo mataron, y llevaron su cuerpo de vuelta al municipio, donde tenía su oficina.

En estos días, diferentes actores políticos de la región han señalado inequívocamente a Los Viagra, como responsables del crimen. Entre ellos destaca Guillermo Valencia, diputado local del PRI, que incluso dio una rueda de prensa estos días, señalando en un mapa el área de movimiento de los presuntos autores intelectuales del asesinato. En entrevista con este diario, Valencia señala que Los Viagra “han suplantado al Estado en la zona en dos de sus funciones básicas, porque ellos cobran impuestos y usan la fuerza pública, que debería ser monopolio de las autoridades. Antes los cárteles se dedicaban al narco, ahora se dedican más a esto”.
Más que un grupo criminal, Los Viagra son en realidad un clan familiar, crecido al calor de la estrategia de seguridad favorita en Norteamérica estos años, la caza al kingpin, o al señor del crimen, plan que asume que el descabezamiento de estructuras criminales debe reducir sus capacidades. En realidad, lo que ha ocurrido con el paso de los años es que, en regiones como Michoacán, hay una miriada de grupos delictivos, peleados entre ellos, que han visto en las relaciones económicas de las sociedades en que viven una fuente de ingresos. El tráfico de drogas figura así como una opción secundaria. Extorsionar es más sencillo que mover drogas, no exige grandes aparatos logísticos y puede disfrazarse como parte de las tiranteces del tejido productivo.
Así ocurre en Michoacán y en estados donde conviven varios grupos criminales, espacios en que ninguno acaba de imponerse. En Guerrero, por ejemplo, diferentes actores armados, enraizados en municipios y regiones distintas, pelean por prevalecer. En esas batallas, echan mano de mercados legales, de producción y venta de pollo, por ejemplo, de transporte, o de obra pública, para financiarse. Según explica la doctora Beatriz Magaloni, autora junto a otros colegas del estudio Living in Fear: The Dynamics of Extortion in Mexico’s Drug War, “cuando las organizaciones de narcotráfico controlan sus territorios, pueden comportarse como bandidos benignos y ofrecer ayuda a sus paisanos. Pero a medida que estos grupos compiten violentamente por el control del territorio y las rutas de trasiego, se vuelven contra los ciudadanos para extorsionarles y obtener recursos”.
La solución no parece sencilla, porque el crimen, con el paso del tiempo, se entrelaza en la economía, generando trenzas difíciles de deshacer. “La extorsión ya es parte de un engranaje del sistema económico. Sus nexos son difíciles de detectar, este proceso en que se van entrelazando esta multiplicidad de extorsiones. Y claro, eso, complica todo”, explica Maldonado, el investigador del Colegio de Michoacán. “La desarticulación de un grupo u otro no importa tanto, porque ya están incrustados en cadenas productivas. Si fracturas un enlace, todos los demás quedan funcionando y se apropian del liberado. Es decir, las personas o grupos señalados ahora son engranajes, y si los quitas, el sistema se reajusta”, zanja.
Enlace: https://elpais.com/mexico/2025-11-03/mexico-un-pais-atrapado-entre-mafias.html









