La historia es lo que sucedió y lo que recordamos de ella.
La historia patria es el cuento de hadas que se cuentan los pueblos para sentirse únicos, superiores o inferiores a otros, especialmente aquellos contra los que guerrearon a muerte o convivieron forzados por la geografía.
Pocas materias tan tóxicas hay en el corazón de los pueblos como el sentimiento nacionalista mitologizado, ese que rige las historias patrias, versiones edulcoradas o fantasiosas del pasado, aprendidas en las aulas escolares, en los calendarios cívicos, en los desfiles conmemorativos, en los discursos inflamados y el coro de los himnos nacionales que se cantan con la mano en el pecho.
En todas partes se cuecen habas en esta materia, pero en México casi sólo se cuecen habas (importo este juego de palabras del dicho de un escritor peruano: “En todas partes se cuecen habas, pero en el Perú sólo habas”).
Cosío Villegas criticaba la opacidad insoportable de la vida pública mexicana. Alguien le dijo que en ninguna parte se gobernaba sin secretos. Cosío respondió: “Se entiende que no todos anden en bikini en la playa, pero los mexicanos andan con abrigo”.
La historia patria mexicana es una de las más falsas del mundo. Su colección de héroes y villanos es una vergüenza de tergiversación histórica.
He recordado aquí algunas de las transfiguraciones increíbles que sufrió en nuestra memoria la imagen del Padre de la Patria.
Algo parecido a lo sucedido con las transfiguraciones de Hidalgo ha pasado con las sucesivas invenciones de los grandes cambios de nuestra historia, la Independencia, la Reforma, la Revolución.
Las etiquetas de tan grandes cambios son parte del orgullo y de la ignorancia nacional.
Las etiquetas tienen la piel dura, son impermeables a los hechos, pero tienen el alma gaseosa, llena de fantasmagorías.
Los gobernantes, los maestros, los ciudadanos, los periodistas harían bien en repetir menos pavlovianamente las mentiras de nuestros maestros, como las llamó Luis González de Alba en un imperdible libro de critica histórica (Las mentiras de mis maestros, Cal y Arena, 2002).
Alguna vez las fantasmagorías de la historia tendrán menos fuerza entre quienes las repiten en las aulas y quienes las gritan desde los balcones de Palacio. No todavía.