No queda claro si es buena o mala noticia para México el triunfo con el que se solaza Donald Trump, luego de la dura negociación impuesta a Europa. Un arancel de 15 por ciento, unilateral y sin represalias. Buena en el sentido de que se negoció “una rebaja” después de amenazar con 25 por ciento; mala porque si eso consiguió la Unión Europea, cuya economía es 10 veces mayor que la mexicana, las perspectivas no son favorables. Lo sabremos en unas horas.
Un arancel de 10 por ciento sería un triunfo, y de 15 por ciento sería “aceptable”. Lo que suba de eso tendremos que asumirlo con el consuelo de que, al menos, esos incrementos solo gravan a exportaciones que no están amparadas por el T-MEC; el resto de productos mexicanos sigue exento… por ahora. Con Trump nunca se sabe.
Nuestro caso es mucho más delicado porque la dependencia nos deja en tal nivel de vulnerabilidad que, para hablar en plata pura, la capacidad de negociación es mínima. Por más que nos gustaría responder al abuso de Trump con impuestos equivalentes, como lo hizo Brasil, la mera posibilidad de que Trump nos castigue doblando el monto de la tarifa inicial pondría a México contra la pared. Brasil puede darse ese lujo porque solo el 11 por ciento de sus exportaciones van a Estados Unidos, mientras que 27 por ciento se dirigen a China. Nuestro caso es inverso: poco más de 80 por ciento a nuestro vecino, menos de 2 por ciento a China. Países mucho menos dependientes han aceptado “castigos” unilaterales, es decir sin respuesta, en las últimas semanas (Vietnam, Indonesia, Japón, Filipinas y Reino Unido). Y lo de Europa es decisivo. El editorial de este miércoles del diario Financial Times es categórico: al ceder, Europa convierte en un éxito el estilo abusivo de Trump.
Y no está de más recordar que esos países han cedido simplemente para seguir teniendo acceso al mercado norteamericano. Nosotros, en cambio, estamos “agarrados” por factores como turismo, remesas, temas fronterizos, asuntos migratorios e incluso aspectos de seguridad y potenciales intervenciones punitivas contra criminales.
Considerando todo lo anterior, y en términos realistas, en el fondo cualquier tarifa seguirá siendo “digerible” para México, siempre y cuando no se toque la exención que ofrece el manto protector del T-MEC. Una situación de relativo privilegio en el contexto del nuevo orden imperial que Trump está imponiendo para obtener un tributo del resto del mundo. Si las potencias no han podido evitarlo, no es momento para pedir milagros al gobierno mexicano.
La verdadera prueba de fuego la tendremos en 2026, fecha prevista para la revisión del acuerdo comercial entre Estados Unidos, México y Canadá. Estaba contemplado así desde la firma del tratado y se suponía que tenía como finalidad afinar aspectos técnicos. Pero Washington ya ha advertido que lo convertirá en una oportunidad para revisarlo de cabo a rabo. En el mejor de los casos podría tratarse de la inclusión de cláusulas para impedir que productos e insumos asiáticos armados en México sigan amparándose en los pliegues del T-MEC. Pero el temor es que se convierta en una carnicería que, en la práctica, liquide el nearshoring o de plano castigue a los productos mexicanos como está sucediendo con los del resto del mundo. Con la diferencia, claro, que para cualquier otro país un arancel norteamericano representa un dolor de cabeza más o menos serio, para nosotros puede ser un tumor cerebral, por el peso que representa.
Conservar el T-MEC, con el mínimo de cambios significativos, es decisivo para darnos tiempo a buscar un poco de equilibrio en el modelo de integración al que apostamos desde hace 35 años y hoy nos tiene de rodillas. Para nosotros esa será la madre de todas las batallas; un reto diplomático, político, comercial y mediático.
Lo cual nos lleva a Marcelo Ebrard y su papel clave en esa tarea. Se trata de una de las responsabilidades más trascendentes para el futuro de México. Lo que hasta ahora ha hecho el secretario de Economía no es poca cosa, aunque transcurra al margen de la cobertura informativa. Un enorme trabajo de cabildeo con todos los interlocutores capaces de influir en la administración federal y en las corrientes de opinión pública sensibles al tema. El trabajo de piso complementario a la hábil y prudente actitud de la Presidenta en su relación con la Casa Blanca.
Lo que ha hecho esta improbable mancuerna en ese sentido es notable, considerando que hace un año parecían rivales irreconciliables. No deja de ser paradójico que el único de los competidores por la presidencia que no reconoció el triunfo de Claudia en la contienda interna, es también el único que realmente ha hecho equipo con ella. Adán Augusto López, Ricardo Monreal y Fernández Noroña que le levantaron la mano con aparente entusiasmo, se han dedicado a operar sus propias agendas y enseñado el cobre. Por el contrario, mostrando que es un político con mayor fondo, Ebrard entendió que su mejor interés residía en hacerse lo más útil posible a la Presidenta y a México.
Nada mal, para alguien que hace 18 meses afirmó que nunca se subordinaría a esa señora. Lo que han conseguido unidos habla bien del profesionalismo y del oficio político de ambos, de cara a lo que verdaderamente importa.
Imposible saber para cuánto alcancen los esfuerzos que México ha hecho para atenuar el inevitable gravamen que habrá de infligir este nuevo orden imperial. Pero habrá que asumir que no se resolverá en una sola batalla. Independientemente de lo que suceda este 1 de agosto, lo del año próximo con la revisión del tratado será aún más relevante. Y tampoco será la última. Nos esperan tres años de incordios, crisis súbitas y probables periodos de vacas flacas. Esperemos que el gobierno encabezado por Sheinbaum responda con la habilidad y prudencia que, en este tema, hasta ahora ha mostrado.