¿Legislar o no legislar en materia de espacio público, redes sociales y sus excesos? El tema ha dado lugar a un debate en México, y con toda razón. Las nuevas aristas en lo que respecta a la formación y deformación de la opinión pública son tan complejas como variadas: la pornografía y la pedofilia, el uso de las redes por el crimen organizado, la irresponsabilidad de las plataformas digitales y el abuso sobre sus audiencias, la manipulación a través de bots e inteligencia artificial, el sufrimiento o incluso suicidio de adolescentes por el bullying digital, la destrucción de reputaciones mediante campañas orquestadas y ofrecidas al mejor postor. Solo por mencionar algunas.
En México los intentos de las autoridades por abordar algunos de estos temas han sido recibidos con enorme suspicacia y así tendría que ser, porque estamos en terrenos inéditos. Lo que no podemos hacer es reducir el debate a una lectura exclusivamente política y en blanco y negro sobre el gobierno de la 4T. Unos, para llevar agua a su molino afirmando, de una vez y para siempre, que toda intervención diseñada por el gobierno para regular excesos o proteger reputaciones tiene como propósito censurar a la crítica política e imponer un régimen autoritario. Otros, para asumir la defensa de lo que se está haciendo, partiendo del argumento de que la censura en el pasado era mucho más dura, dañina y sofisticada de lo que ahora se está criticando.
Las dos posiciones no carecen de razón. Sí, hay un riesgo político en toda iniciativa encaminada a filtrar o proteger los alcances de lo que circula en el espacio público. Y sí, también, los que nos dedicamos al periodismo desde hace décadas nos consta, a menos que preferíamos olvidarlo por conveniencia política, las presiones (zanahoria o garrote) que tenía el sistema para controlar o matizar a la crítica. En este mismo espacio, en alguna ocasión, describí puntualmente algunas de las peores experiencias en mi papel de director de medios durante casi 30 años. Desde “te vas a morir si sigues” hasta la amenaza de entender “por las buenas o por las malas” de parte del secretario de Gobernación en los 90, acompañado de su procurador de Justicia.
Pero tendríamos que salir de esta disyuntiva. No es que sea falsa, es que es incompleta. Lo que está en discusión es mucho más grave que simplemente la enésima polémica entre los que están a favor y los que están en contra de la 4T.
A unos les diría que el hecho de que hubiera censura o represión en gobiernos anteriores no tendría que ofrecer un cheque en blanco a las autoridades de hoy para introducir controles o límites que puedan tener un correlato político. Incluso asumiendo que algunas de las iniciativas oficiales no tienen ese propósito, como afirma la Presidenta, sino el de proteger a inocentes o impedir prácticas francamente delincuenciales, es sano explorar las consecuencias políticas de cada una de las medidas. ¿Por qué? Primero porque tomando por buena la declaración de Sheinbaum, ni siquiera los simpatizantes con la izquierda podemos ignorar que hay “mucho colado”, para decirlo rápido. Gobernadores que al amparo de esas “buenas intenciones de sanear la conversación pública” usarán la legislación para presionar a sus críticos, en la mejor tradición de la cultura política en la que crecieron. Y tampoco podemos ignorar la tendencia mostrada por algunos cuadros morenistas tan dispuestos a dejar de lado la ética o las convicciones ideológicas en aras de una ventaja sobre sus adversarios.
Pero, del otro lado, los críticos no pueden reducir el tema a un todo o nada, en el cual cualquier intervención de la autoridad tiene que ser interpretada como un manotazo dictatorial. ¿Por qué? Porque el mundo de la formación de opinión pública no es el mismo al de hace 20 años. Porque nuestra vida como ciudadanos y consumidores, la definición de gustos e inclinaciones, de patrones de comportamiento social, económico, ideológico e incluso erótico, están siendo conformados por una miriada de fuerzas. Muchas de ellas absurdas, violentas, abusivas, despiadadas, subliminales. El Estado y sus leyes no pueden abdicar de su responsabilidad cuando se trata de una esfera en la que participan poderes y fuerzas de toda índole, legales e ilegales, locales y mundiales, abiertas y clandestinas.
En teoría, la comunidad está en todo su derecho de establecer protecciones frente a la acción de estas fuerzas. Y la vía para hacerlo son leyes y normas que establezcan derechos y obligaciones. Se trata de un debate mundial sobre un fenómeno que se modifica cada día y adquiere nuevas modalidades y mayores intensidades. El inminente imperio de la inteligencia artificial sobre la vida de todos nosotros hará aún más urgente la necesidad de discutir estos temas en el ámbito de la comunidad.
Por eso es que resulta anacrónico mantener la discusión en términos de hace veinte años o reducirlo exclusivamente a una dimensión política, de acuerdo a las simpatías de cada cual. Desde luego hay un correlato político, insisto, pero no puede limitarse a eso.
No podemos quedar cruzados de brazos frente a la manipulación que opera sobre mentiras obvias, los delitos digitales, el uso de la violencia o la violación de derechos de los particulares. Descalificar cualquier intento como una intervención inadmisible o inaceptable, equivaldría a quedar inermes frente a fuerzas mucho más oscuras y poderosas que las del gobierno. Una idea de libertad que ignora lo más grave de lo que está sucediendo. Que no se intervenga equivale a no hacer nada para quedar convertidos en siervos de amos más absurdos y oscuros. Lo que hacemos, vemos, decimos o consumimos se ha convertido en una mercancía; es regenteado por y camina a partir de las determinaciones de los nuevos dueños del universo, los Elon Musk y los Jeff Bezos o los fondos de inversión. O peor aún, por la delincuencia organizada y la desorganizada.
¿Debe la sociedad tomar cartas en el asunto? ¿Dónde comienza la libertad individual y dónde la responsabilidad de los gobiernos? ¿Cómo resolver los delitos cibernéticos o la victimización de los usuarios sin que se convierta en medidas de control o represión? Es un debate que se está dando en el mundo y apenas comienza. No hay respuestas fáciles. Lo que queda claro es que no puede confundirse o reducirse a la pequeña trinchera de los que están de acuerdo o en desacuerdo con la 4T.