La cooperación entre familias, intermediarios y mayoristas permitió consolidar una industria clandestina que generó fortunas y modificó la estructura social en Sinaloa
Fabián Sosa
Para 1938, el ferrocarril llegaba hasta Tijuana, y los puertos de Mazatlán y Topolobampo permitían entregar mercancías a California en una semana. Los encargados de plantar las amapolas, deshierbar y cosechar la savia eran los propios mineros y campesinos de la región, quienes alternaban estas labores según la temporada.
Aunque el auge de la siembra de amapola fue gradual, un informante local relató para la Revista de Economías Ilícitas (JIED por sus siglas en inglés) que “al principio se cultivaba en el jardín, en macetas, luego al lado de los caminos para producir dos, tres o cinco kilos. Luego estaban los que empezaron a sembrar áreas mucho más grandes y a contratar gente”.
Los campesinos pronto comprendieron la rentabilidad del cultivo: una hectárea de amapolas producía alrededor de 15 kilos de goma y los precios por kilo variaban entre 100 pesos si se tenía contrato con un intermediario, 300 pesos en el mercado rural abierto y 500 pesos si se vendía directamente a mayoristas en la ciudad.
La red de cultivo de opio

Un campesino podía obtener 750 pesos al año con un pequeño terreno y un contrato, o hasta 7 mil 500 pesos con más tierra, conocimiento o coraje. En contraste, el salario promedio de un jornalero rural era inferior a un peso por día.
Para finales de la década, el cultivo de opio se había generalizado en la región. En 1948, el gobierno mexicano reportó el hallazgo de 162 parcelas de amapola en Sinaloa de Leyva, 110 en Badiraguato y 15 en Mocorito. La mayoría consistía en poco más de 20 o 30 hileras de plantas, aunque algunas alcanzaban 1.6 hectáreas en Mocorito y 1.5 hectáreas en Badiraguato.
La cooperación fue clave en estas primeras incursiones campesinas en el negocio de la droga. A nivel familiar, los hombres sembraban y vendían la goma, mientras mujeres y niños deshierbaban y cosechaban. También existía cooperación entre grupos de aldeanos, unidos por la amistad, la familia y el compadrazgo, para atender la creciente demanda.
En una entrevista a Ramón Leyva, un nativo de Badiraguato recordó para la revista que en una ocasión tuvo que atender un pedido de goma para Natividad Páez del rancho Bubunica en Badiraguato.
“Eran veinte kilos y los necesitaba en dos semanas. Le pedí a un compadre del rancho La Lapara que me ayudara a juntar 10 kilos. Me vendió cada kilo a 100 pesos y obtuve una ganancia”,señaló Leyva.
Estas alianzas se consolidaron en redes de productores de opio. Otro habitante relató para la JIED que tenían buenos clientes, entre ellos ‘Nacho’ Landell, del rancho La Lapara, o un hombre al que llamaban ‘El Indio’, de La Soledad.
“Compraban sólo a la gente de Badiraguato. Nos daban la oportunidad de vender toda la cosecha que reuníamos. Nos poníamos de acuerdo para juntar todo lo que cosechábamos en octubre”, señaló el productor.
Los intermediarios, quienes compraban la cosecha en las montañas y la entregaban en las tierras bajas, también repartían semillas y enseñaban a los campesinos a cuidar las amapolas.

Muchos de estos intermediarios eran comerciantes que añadían goma de opio a los productos que ya compraban a los campesinos. Entre ellos destacó Melesio Cuen, cacique de Badiraguato y tres veces alcalde, con inversiones en bienes raíces, minería, un consultorio médico, una funeraria y la tienda general más grande del pueblo.
En 1938, un inspector de salud descubrió que Cuen presidía una red de cultivadores de opio. Otros intermediarios notables fueron Ignacio ‘Nacho’ Landell de Santiago de los Caballeros y Alejo Castro de Rincón de los Monzón. En Mocorito, el principal comprador era Roberto Méndez, dueño de una tienda en El Magistral.
En 1947, un agente del FBN, haciéndose pasar por comprador chino-estadounidense, lo visitó y Méndez se ofreció a llevarlo a los cultivos, ubicados a tres horas a caballo en las colinas.
Por encima de los intermediarios estaban los mayoristas, generalmente más ricos, urbanos y con mejor educación. Muchos hablaban inglés y se encontraban en pueblos y ciudades de las tierras bajas, con buenas conexiones de transporte hacia la frontera.
Según la JIED, compraban la goma al por mayor y organizaban su contrabando a Estados Unidos. Durante los años 40, el más destacado fue Roberto Domínguez Macías, quien llegó a Culiacán a principios de la década. Trabajó inicialmente con compradores chinos, como Luis Ley, arrestado en 1943 con tres gramos de opio humeante.
Domínguez fue detenido, negó todo y fue liberado rápidamente, tras lo que forjó vínculos con la élite local, como Ramón Bohn, quien ayudaba a ocultar el opio en vagones de tren. También colaboraba con comerciantes de tomates, quienes escondían la goma bajo los productos frescos.
Para finales de la década, se estimaba que Domínguez transportaba alrededor de una tonelada de goma de opio al norte cada año, lo que lo convirtió en millonario y propietario de cuatro hoteles en Culiacán, incluido el lujoso Hotel El Mayo.