Existe en México una especie de clase política mediática –formada en gran parte por sectores de la clase media profesional– que, en los últimos años, con los profundos y a menudo disruptivos cambios que ha experimentado el aparato gubernamental, parece haber perdido el piso. No queda claro qué proyecto de nación defiende ni qué problemas específicos busca resolver; lo que prevalece es una bruma de confusión que, lejos de aportar claridad o fomentar el disenso crítico, genera ruido. Esta reflexión –lejos de acusar a propios o extraños– nace de esa inquietud.
A pesar de su omnipresencia, el influjo de Estados Unidos sobre México rara vez ha sido examinado como una operación semiótica concreta, la cual, más que una dominación cultural, implica una estructura de reconocimiento o, para los menos entendidos, una cronotopía de legitimidad medianamente compartida. Así, esta reflexión parte de una observación puntual pero persistente: buena parte de la clase media mexicana que ocupa espacios de opinión de alto impacto parece haber adoptado, sin mediaciones, el ethos demócrata-liberal estadunidense. Al hablar de ‘ethos’ me refiero a la manera en que un cuerpo ideológico se traduce en patrones de comportamiento observables en su manera de hablar y proyectarse como ciudadanos. Esta adopción incluye también una apropiación acrítica de las llamadas identity politics, originalmente formuladas para contextos de racialización estructural y opresión específica en Estados Unidos, pero replicadas aquí como un guion moral sin traducción institucional ni anclaje en las luchas materiales mexicanas. En todo caso, tales adopciones no operan como traducción, ni como reinterpretación situada. Operan, más bien, como una simulación vacía y estéril: como si el enemigo local fuera un supremacista blanco; como si la defensa de los derechos de los más desposeídos implicara la reproducción de un discurso que no se confronta con las estructuras de exclusión en México, sino con su imaginario proyectado.
Este texto no pretende negar la fuerza global de los discursos por la diversidad, ni su potencia emancipadora. Pretende, más bien, denunciar la superficialidad con la que una parte del discurso progresista mexicano se ha deslizado hacia una performatividad simbólica que no termina por echar raíz en su realidad social inmediata. Lo que se evidencia, por el contrario, es una política de interferencia semiótica, una suplantación del marco local por una gramática ajena.
Desde una perspectiva sociosemiótica crítica, podríamos decir que se trata aquí de una “falla en el metabolismo simbólico entre dos espacios semiotizados”, es decir, un signo (el ethos demócrata/políticas de identidad) que opera con eficacia pragmática en su entorno de origen, es trasplantado sin ajuste a otro entorno semiótico (México), donde no logra articular prácticas colectivas eficaces ni establecer una economía simbólica auténticamente compartida, legítima. Y peor aún, en lugar de abrir una vía dialogal efectiva –que parta del reconocimiento pleno del otro–, se produce una clausura, un enclave de representación simbólica que simula una agencia competente (de presunta crítica encarnada en oposición), pero vaciada de su contexto: un oficialismo aún más progresista. El resultado es que esa adopción no crea una práctica política viva, sino que produce una representación política estéril, autorreferencial, desligada de las luchas populares reales.
Como intentaré mostrar, es ahí donde opera la disuasión radical aludida en el epígrafe: en lugar de intervenir en los conflictos estructurales propios del contexto mexicano –desigualdad, exclusión histórica, redistribución del ingreso–, se escenifica una participación política “demócrata” al estilo norteamericano, cuya función no es disputar el orden, sino simular esa disputapara impedirla. Así, se reemplaza el conflicto real por un teatro de oposición estandarizada, donde el signo de la crítica circula sin cuerpo, sin consecuencias. El resultado es la neutralización de la posibilidad de una disidencia real: el progresismo identitario como mero performance anula la potencia política de la contradicción concreta.
En este sentido, la simulación (consciente o inconsciente) deja de ser una herramienta heurística o imaginativa, y se convierte en una modalidad de secuestro ideológico. Se actúa como si se defendieran causas universales, pero en realidad se reproduce un guion identitario suigéneris (¿un wokismo a la mexicana?) que no encuentra oposición estructural simétrica en el espacio mexicano. De tal manera, el ethos importado sirve más para producir formas de dislocación intersubjetiva (un nosotros y un ustedes), que para generar una disidencia real y mucho menos una deliberación política clara con reenvíos patentes con su contrincante. En resumidas cuentas, una forma de hacer política que no genera más que ruido.
El contraste con la experiencia de Lázaro Cárdenas y su interlocución con figuras como Paul Sweezy no podría ser más revelador. Como muestra un artículo reciente de Jaime Ortega en La Jornada (3 de junio de 2025), en aquel entonces la internacionalización del pensamiento político mexicano no se construyó como una mímesis ideológica ni como una imitación de formas: fue una alianza estratégica, crítica y situada, basada en un reconocimiento mutuo de las condiciones materiales. Cárdenas no se posicionaba como un símbolo para el extranjero progresista, sino como un agente político autónomo que comprendía la lógica estructural del conflicto y actuaba desde ella. La famosa entrevista en la Monthly Review condensa ese gesto: cuando Sweezy le pregunta cuál era el problema fundamental de México, Cárdenas responde sin ambages: “los Estados Unidos”.
Esa respuesta no simula. No es un gesto simbólico ni una provocación retórica: es la localización precisa de un antagonismo estructural, entendido no como una diferencia cultural o moral, sino como la interferencia sistemática entre dos sistemas semióticos, dos racionalidades políticas, dos órdenes de reproducción. Mientras que en el presente se impone un marco binario importado –progresistas contra reaccionarios– que sólo encaja en la estructura interna estadunidense, Cárdenas identificaba con claridad el conflicto entre sistemas: no entre partidos, sino entre proyectos históricos de nación. Su afirmación no era declarativa, sino performativa: generaba consecuencias políticas dentro y fuera de México, trazando un horizonte que vinculaba la redistribución, la soberanía y la emancipación latinoamericana.
Hoy, por contraste, quienes simulan una postura progresista transnacional no articulan una praxis efectiva ni un pensamiento situado. En lugar de reconocer las condiciones estructurales locales, adoptan una narrativa prestada que les permite sentirse ilustrados, pero que impide leer el conflicto real que atraviesa a México: la disputa –aún abierta y profundamente tensa– por un nuevo proyecto de nación que desplace el orden heredado. Esa simulación, como ya se ha dicho, no emancipa; desactiva. Es, como diría el filósofo francés Jean Baudrillard, un dispositivo de disuasión radical: simula el conflicto, pero solo para impedirlo; representa la política únicamente para desactivarla, “hace desaparecer lo real por exceso [simulado] de realidad”.
Y es que al actuar como si el movimiento popular en México (su real opositor) encarnara una amenaza reaccionaria y autoritaria, una parte de la clase media mexicana proyecta sobre él sus propios fantasmas liberales, importados de una realidad por demás ajena. Esta operación simbólica borra las diferencias estructurales entre contextos: en México, el enemigo no es el supremacismo blanco del Partido Republicano –con el gólem de Trump a la cabeza–, sino un movimiento popular con vocación redistributiva y horizonte de ampliación de derechos. Incapaz de reconocer esa diferencia, el “progresismo” importado convierte una lucha por la justicia social en un espejo deformado de sus propias ansiedades, impidiendo una lectura situada de los antagonismos reales.
Este texto es, por tanto, un llamado a recuperar la politicidad del signo situado y habitado (no importado y forzado a merced del capricho subjetivo de clase). A entender que todo acto de enunciación implica una inscripción en el mundo, y que esa inscripción debe ser históricamente informada e ineludiblemente responsable. No basta con hablar el lenguaje del progresismo global; hay que encarnarlo en las condiciones materiales y simbólicas del presente mexicano. De lo contrario, el ethos que se pretende emancipador no será más que una interferencia simbólica: ruido ensordecedor en el sistema, gesto grotesco sin cuerpo, enunciación vituperante sin contexto.
Adrián R Martínez Levy*
*Investigador del CIDE; licenciado en Sociología con especialización en fenomenología sociológica y comprensiva; maestro en Lingüística aplicada por la UNAM; y doctor en Lingüística por la Universidad de Buenos Aires con subsecuentes especializaciones en la corriente francófona de la enunciación y la polifonía lingüística aplicada a la comprensión semántica y pragmática del discurso.