El director de EL PAÍS escribe que, ante la pandemia de mentiras, el periodismo reclama más que nunca un compromiso con la independencia y la pluralidad
Jan Martínez Ahrens
Soy lector de EL PAÍS antes que su director. No es algo que haya elegido yo. Mi padre me inició en esa costumbre en los años setenta. Él, socialdemócrata y republicano, pertenecía a ese grupo de lectores que compraban el periódico desde el primer día. Lo recuerdo de camino al quiosco y luego llevándolo sin miedo bajo el brazo, cuando ese gesto, en una España que no había celebrado elecciones generales ni aprobado la Constitución, suponía declararse demócrata frente a los timoratos y los nostálgicos de la dictadura.
El periódico, aquel periódico en blanco y negro, lo dejaba mi padre, tras leerlo, en la mesilla del salón y yo lo devoraba de principio a fin, sin entenderlo del todo pero sintiendo el placer de navegar sin restricciones por sus historias (aún tengo presente la conmoción que a los 11 años me causó la muerte de Elvis Presley e intuir vagamente lo que podía ser una sobredosis). Esa costumbre lectora nunca me abandonó y de algún modo guio mis pasos hacia el periodismo, una profesión por la que nunca sentí vocación (lo mío era más la arqueología), pero que me cautivó cuando, aún universitario, empecé a escribir en medios muy locales.
Han pasado más de 30 años desde entonces, pero siempre he sentido que una parte fundamental de mi trabajo, ya sea como reportero o editor, ha estado basada en mi experiencia previa como lector, en el recuerdo del flujo de artículos e imágenes que me impresionaron.
La huella, más que la pisada, es lo que importa. La marca fluida que con el tiempo deja en nosotros un medio informativo y que abona la confianza, el aprecio, la credibilidad. Gracias a este sedimento, uno acude a un artículo de su periódico a sabiendas de que si es una entrevista tendrá buenas repreguntas o de que si se trata del perfil de un político huirá de toda militancia o maniqueísmo. En esa confianza anida un intercambio, una forma de compartir, plena de intangibles, pero que refiere a un modo concreto de hacer periodismo. Un código que, en tiempos de confusión como los actuales, hay que defender, no para volver al pasado o caer en el juego de la nostalgia, sino para mantenernos firmes en la defensa de los valores que hacen fuertes al periodismo.
Vivimos en un universo fractal donde las vías de información se han multiplicado hasta el infinito. En esta Babel, el engaño ha encontrado un gigantesco caldo de cultivo. La verdad ha sido sustituida en amplios espacios mediáticos por una viralidad a la que, con tal de obtener resultados, poco le importa si lo que cuenta es cierto, puro invento o mitad y mitad.
Bajo estos vientos, los hechos alternativos alentados desde el poder político y los intereses económicos ganan cada día más terreno. El auge de la ultraderecha y el triunfo de Donald Trump y sus epígonos forman parte de esta nueva barbarie. En un mundo de alta inestabilidad, los nuevos machos alfa vapulean y deslegitiman las instituciones desde dentro; la voluntad de poder se impone frente a los valores del consenso, considerados débiles y desfasados. Lo que parecía imposible hace décadas (¿alguien se imaginaba a un presidente de Estados Unidos enriqueciéndose en el cargo, hablando de anexionarse a Canadá y Groenlandia, denigrando a los extranjeros y facilitando el trabajo sucio a Putin?) ya es una realidad y ante ella, como tantas veces ha pasado en la historia, hay que luchar por lo evidente.
La verdad existe y los periodistas están obligados a buscarla. Para ello se requiere, no de grandes enunciados, sino de método. Sencillo y claro. Contrastar, buscar el dato correcto, escuchar a las partes en conflicto, acudir al lugar de la noticia, dudar de las versiones oficiales y fiscalizar el poder son las armas que tenemos los periodistas para aproximarnos a la verdad y romper esa equidistancia que iguala a víctimas y verdugos. No siempre se llega hasta el fondo de una historia, y a veces nos equivocamos, pero el empleo del método (y los mecanismos subsiguientes para reconocer los errores) aseguran la honestidad del medio y ayudan a crear esa huella, esa marca que genera confianza y credibilidad.
Eso es lo que los lectores exigen de EL PAÍS y lo que nos ha permitido con el paso de los años ser un periódico de referencia mundial. Es un trabajo que, ante la pandemia de mentiras, pide más que nunca un compromiso con la independencia y la pluralidad. Valores que este periódico ha defendido desde el primer día, cuando en España aún se vivían días de plomo. Hoy, al igual que entonces, EL PAÍS aspira a defender la democracia, a ser un vehículo de diversidad e igualdad.
El pasado viernes 6 de junio asumí el cargo de director de EL PAÍS y ese mismo día, ante la Redacción, pronuncié un discurso en el que me reafirmé en ese compromiso con la verdad y la independencia. En mi interior (y discúlpenme por personalizar tanto) sabía que lo estaba diciendo como un lector más, como alguien que espera eso de su periódico para poder llevarlo debajo del brazo, tal como alguna vez lo vio hacer, con orgullo frente a los enemigos de la democracia.
Enlace: https://elpais.com/opinion/2025-06-10/lector-antes-que-director.html