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La lucha laboral de las putas

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17 mayo, 2025
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La lucha laboral de las putas
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Cuando pensamos en la lucha de la clase trabajadora en México nos imaginamos a campesinos organizados, trabajadores de las maquilas o gente sindicalizada de distintos gremios. Jamás pensaríamos que un grupo de trabajadoras del sexo pudiéramos estar en la conversación sobre la lucha laboral.

Natalia Lane / Nexos

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Hace un año mis colegas y yo salimos a las calles de Ciudad de México junto con cientos de trabajadores que exigen seguridad social, contratos transparentes, salarios justos, entre otras demandas. El asombro fue inmediato: “¿Ustedes qué hacen aquí?”. “Pues somos trabajadoras y queremos derechos”.

A los otros contingentes esa declaración les resultó incómoda pero también reveladora. Primero por los pánicos morales que hay alrededor de nuestra chamba. Segundo, porque a pesar de que las trabajadoras sexuales llevamos décadas organizándonos y enfrentando la violencia institucional —desde los operativos de la policía en las calles hasta la revictimización en los centros de salud— nunca nos han mirado como sus iguales, capaces de organizarse en la lucha de los derechos laborales.

Según la más reciente Encuesta Nacional de Ocupación y Empleo del Inegi, seis de cada diez mexicanos nos dedicamos a la economía informal. Dentro de ese campo, el 60 % de las mujeres no contamos con acceso a la seguridad social y debemos recurrir a nuestros ingresos personales para cubrir gastos de salud. Las estadísticas ni siquiera alcanzan a revelar la realidad de las trabajadoras del sexo.

Durante la pandemia, el Consejo para Prevenir y Eliminar la Discriminación (Copred) y las organizaciones civiles elaboramos una encuesta sobre la situación de las trabajadoras sexuales, sus principales retos y desafíos. Entre los hallazgos más importantes nos dimos cuenta de que casi el 80 % de las compañeras son el principal o único sostén económico de sus familias. Y que más del 60 % hemos padecido algún tipo de violencia institucional por parte de los gobiernos locales, estatales o federal.

Hoy enfrentamos un futuro laboral incierto: incremento de la violencia, el poder del crimen organizado en las calles, la diversificación de las modalidades de trabajo sexual, ahora de forma virtual en páginas de internet. Frente a este escenario nos preguntamos: ¿qué alternativas reales tenemos en el reconocimiento del trabajo sexual como trabajo?

Recuerdo bien cuando conocí a Marcelina Bautista, fundadora del primer sindicato de trabajadoras del hogar en México. Ambas formamos parte de la Asamblea Consultiva del Copred. Al escucharla hablar sobre los tratos deshumanizantes y el profundo racismo de los “patrones” hacia las empleadas domésticas no dejaba de pensar en el estigma moral hacia las putas, como nos reivindicamos muchas de nosotras dentro de la lucha laboral y feminista.

Resignificamos el insulto puta: lo apropiamos para incomodar en los espacios y nombrar nuestro derecho a trabajar como un acto de libertad de las mujeres que ofrecemos sexo y cobramos por ello. También como una demanda lícita de la clase trabajadora; queremos hacerlo en condiciones materiales mínimas como cualquier trabajador en la informalidad.

Creo que para nosotras todavía existe una frontera mayor a vencer: que se considere nuestro trabajo como un trabajo. Nadie diría que un trabajador de limpieza o un periodista freelance no están haciendo un trabajo real. Por el contrario, si me pagaran cada vez que un cliente me ha preguntado si tengo un trabajo —de verdad— o si no he pensado en conseguir un empleo —digno—, ya tendría departamento propio. Lo que sea que eso signifique, la dignidad no cabe en un país con tanta desigualdad laboral y sobreexplotación de los más pobres.

Nadie pone en duda la dignidad de los trabajadores que deben trasladarse más de dos horas de Ecatepec, Naucalpan o Neza para llegar a Ciudad de México con la espalda atrofiada, la mente y los sueños desgastados. Su legitimidad como trabajadores no es cuestionada como sí sucede con las trabajadoras sexuales. Parece evidente decirlo, pero el trabajo sexual no sólo es un trabajo, es un proyecto de vida.

Basta sólo un minuto para politizar a una puta, dicen las colegas de la Asociación de Mujeres Meretrices de Argentina (AMMAR), el primer sindicato de trabajadoras sexuales en América Latina. Las trabajadoras sexuales aprendimos a hacer políticas de calle, desde la autogestión y principalmente por pura sobrevivencia.

Primero fueron las redadas policiales y la creación de zonas de “tolerancia”, después vino el cobro de piso y la extorsión a nuestros clientes. Hoy enfrentamos un enemigo más grande: que el Estado reconozca nuestros derechos laborales. No en sus términos, sino en los nuestros, incorporando nuestras realidades y contextos.

Empecé a trabajar en Calzada de Tlalpan cuando tenía 19 años y hoy tengo 35. Llevo casi dieciséis años taloneando en la calle y no he visto materializado un solo derecho laboral: sigo sin seguridad social, sin plan de jubilación o un crédito para acceder a una vivienda.

Lo único que poseo es un carnet en trámite que, de ser aprobado, me identificaría como trabajadora no asalariada ante la Secretaría del Trabajo y Fomento al Empleo del Gobierno de la Ciudad de México.

En 2013 organizaciones civiles y trabajadoras sexuales independientes ganamos un amparo ante la Suprema Corte de Justicia de la Nación, que reconoce el trabajo sexual dentro del esquema de trabajo no asalariado vigente en Ciudad de México. Esto como respuesta a las llamadas razias y operativos que el gobierno emprendió a partir de la Ley General de Trata aprobada en 2007 que, entre tantas omisiones y parches que contiene, criminaliza directamente los espacios de trabajo sexual, a las colegas y a nuestros clientes. El amparo 112/2013 fue el primer paso en la conquista de nuestros derechos laborales, pero ahora ¿qué sigue?

Nuestra inquietud de empezar a organizarnos sindicalmente inició por allá de marzo del 2023, cuando en una visita a Mérida por el Día Internacional de la Visibilidad Trans conversé con mi compañera Muñeca Aguilar, activista y trabajadora sexual, acerca de nuestras incertidumbres sobre el futuro. ¿Qué pasará cuando estemos viejas? Necesitamos un plan de retiro una vez que termine nuestra etapa adulta económicamente productiva.

Invitamos a otras colegas a formar parte de esas conversaciones y con la asesoría de la organización ProDESC, que se dedica a promover los derechos económicos, sociales y culturales, decidimos formar la Coalición Laboral Puteril. Elegimos la figura jurídica de la coalición reconocida en la Ley Federal del Trabajo porque representaba menos retos burocráticos. Un sindicato implica documentos a los que difícilmente las trabajadoras sexuales podemos tener acceso.

Y es ahí donde la puerca torció el rabo. El artículo quinto de la Constitución mexicana señala que todas las personas podemos dedicarnos a la profesión u oficio que elijamos, esto forma parte del libre desarrollo de la personalidad.

Sin embargo, las opciones son nulas cuando quienes ejercemos el trabajo sexual no cumplimos con requisitos que en otros empleos dentro de la formalidad son tan obvios como asequibles: comprobante de ingresos mensuales o contrato empleador-trabajador; incluso un mero documento de identidad o comprobante de domicilio puede ser un obstáculo para iniciar un proceso de registro como trabajador no asalariado o miembro de un sindicato.

A pesar de esos obstáculos, se han consolidado propuestas en las políticas públicas de Ciudad de México, como carnets de control sanitario para la atención de la salud sexual de las trabajadoras sexuales o el acceso al programa crédito a la palabra de la Secretaría del Bienestar. También estamos reconocidas como un grupo de atención prioritaria dentro de la Constitución de la ciudad.

Si bien estos recursos son alicientes para lograr la autosuficiencia económica, sólo representan parches de un problema estructural mayor: garantizar nuestros derechos laborales en la integralidad.

A todo esto, ¿cuánto dinero y fuerza de trabajo generamos las putas en la economía nacional? Según el Inegi, el trabajo sexual representó el 0.74 % del producto interno bruto (PIB) en el 2018.

Esto resulta engañoso si tomamos en cuenta que en realidad no existe una investigación completa sobre la derrama económica que genera nuestra chamba en términos reales: desde las compañeras que trabajamos en calle hasta las acompañantes VIP, bailarinas exóticas, centros nocturnos, creadores de contenido en Only Fans, páginas de internet o incluso los hombres strippers que también hacen oferta sexual en sus distintas modalidades. No tenemos estadísticas sobre cuántas personas, hombres y mujeres ejercemos el trabajo sexual en el país.

Imagínense si integramos todos esos sectores que de forma directa e indirecta generamos dinero y empleo a, por ejemplo, conductores de Uber, trabajadores de hoteles y moteles, meseros de centros nocturnos, taxistas, farmacias, comercios de ropa y zapatos o sex shops. Eso sin contar el dinero que generamos directamente con nuestras familias en colegiaturas, transporte, salud, pago de servicios y entretenimiento.

No es difícil imaginar entonces que la fuerza laboral de las trabajadoras sexuales tiene peso, porque el sexo vende y vende muy bien. A pesar de que el Estado y la sociedad volteen hacia otro lado cuando se mira desde la hipocresía moral o pánicos religiosos. Y aquí entra el eterno cuestionamiento hacia nosotras: “Ustedes no pagan impuestos”.

Déjenme decirles que en este modelo económico global no existe persona adulta que esté exenta de pagar impuestos. A veces lo hacemos de manera proporcional a nuestros ingresos y en otras ocasiones lo hacemos con el simple hecho de comprar en la tienda de la esquina o hacer despensa en el supermercado. En este mundo capitalista no hay quien se salve.

Se han hecho varios esfuerzos para que el trabajo sexual sea reconocido en la capital. En 2019 el diputado Temístocles Villanueva presentó una iniciativa para reconocer el trabajo sexual en calle como parte de la Ley de Trabajo No Asalariado, a través de un sistema de registro virtual para que las compañeras intercambiaran opiniones sobre las zonas asignadas para ejercer el trabajo, las condiciones de higiene de los hoteles y potenciales clientes peligrosos.

También se contemplaba el pago de una tarifa única para mejorar las zonas donde laboramos, la emisión de una licencia de trabajo sexual y otros aspectos enfocados a preservar la seguridad lejos de escuelas, estaciones del metro o parques públicos. Esto por supuesto refleja un desconocimiento de las dinámicas laborales reales que vivimos de forma cotidiana en los espacios públicos.

Esa propuesta dejaba al criterio arbitrario y sesgado de los trabajadores del Estado, entre ellos la policía, las zonas donde laboraríamos.

La iniciativa no prosperó. Primero, porque resultó imposible llegar a un consenso general entre organizaciones civiles, colectivos y trabajadoras sexuales independientes. Segundo, porque a pesar de que la mayoría parlamentaria del Congreso capitalino se dice ser progresista y de izquierda, prevalecen los prejuicios morales sobre el trabajo sexual. La tibieza política está en cualquier color de partido político en el poder.

Lo cierto es que al margen de la coyuntura política o las omisiones de esos intentos por regular el trabajo sexual, hay un problema mayor: llegar a acuerdos entre los distintos gremios de trabajadoras sexuales y activistas implica un trabajo político de mediación realmente difícil. Tan es así que hoy sigue siendo tema de discusión entre quienes defendemos derechos humanos y también somos parte del gremio.

Y con justa razón, pues durante décadas las trabajadoras sexuales hemos sido utilizadas como moneda de cambio. Sea como capital político en periodos electorales o porque somos coaptadas por grupos religiosos que intentan “rescatarnos” de las calles o incluso por decenas de estudiantes, cineastas e investigadores que han extractivizado nuestras historias para hacer sus tesis, documentales e investigaciones y después largarse sin una práctica real de retribución y solidaridad. Ninguno estuvo interesado en quedarse con nosotras para luchar por condiciones laborales dignas.

Las putas hemos despertado epistémica y políticamente. Nuestras preocupaciones no se centran en si dejaremos o no el trabajo sexual. Porque el hambre es canija y hay cuentas que pagar, hijos que mantener, proyectos de vida y sueños que construir. La discusión está en cómo queremos llegar a la vejez, en quienes le han dedicado toda su vida a esta chamba y hoy ni siquiera pueden jubilarse de forma justa.

La lucha de las putas no es distinta a la del resto de la clase trabajadora en este país. Esta sociedad y el Estado siguen atorados en un debate absurdo sobre qué hacer con nosotras cuando en realidad nosotras lo tenemos muy claro. Queremos derechos laborales, porque con su aprobación o sin ella, nosotras seguiremos laborando en las esquinas, las páginas de internet, los centros nocturnos y hoteles, pero ya no estamos dispuestas a hacerlo en la clandestinidad.

Cambiamos el relato y regresamos la pregunta, porque la paradoja no está en si el trabajo sexual es trabajo, sino a ti como alguien que también busca las mejores condiciones laborales de qué forma te atraviesa el trabajo sexual y la lucha de las putas.

Natalia Lane

Es trabajadora sexual en Ciudad de México. Desde hace diez años se dedica a la defensa de los derechos humanos. Actualmente busca justicia y reparación en vida en el sistema de justicia mexicano por su intento de transfeminicidio ocurrido en 2022.

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