Francisco Javier González Quiñones / LA JORNADA
La fragilidad es inherente a la vida, además de perturbar la cotidianidad, quebranta los sueños y trastoca los paraísos terrenales que conforman la patria. Litio[1] es una novela en que esa fragilidad se intensifica con la avaricia, la ambición y la corrupción que un aciago día irrumpen en la aparente tranquilidad de una comarca que tiene la desgracia de vivir sobre ricas vetas de oro blanco que encandilan los vidriosos ojos del gran capital. Para este monstruo amorfo no existen fronteras, sus tentáculos alcanzan con relativa facilidad cualquier rincón del mundo, convertido por la gracia de la tecnología en la aldea global vislumbrada por McLuhan en los sesenta.
Litio no es sólo una novela sobre la corrupción y avaricia que reina en torno a la minería mexicana, más allá de eso, es una ficción coral en la que se escuchan ecos velardeanos de la Suave Patria. No sólo los que aluden a las circunstancias de vivir como pordioseros sobre la riqueza. En esa sinfonía narrativa también es posible escuchar las voces de los personajes y los sonidos de los paisajes que se van desvaneciendo ante los embates de la codicia que despierta esa maldita riqueza. Algunas de esas voces están impregnadas de melancolía por los tiempos pasados y la esperanza de seguir adelante en el terruño, pero en esa resonancia sobresale el murmullo masivo de aquellos que mastican la posibilidad de salir del terruño y vivir una nueva vida.
Quedarse o emigrar no depende de los propietarios de esas tierras, el futuro de esta comarca y su gente está en las manos de inversionistas, autoridades gubernamentales, políticos, diplomáticos, lideres sindicales y sicarios que sirven como engranes de una inmensa maquinaria de corrupción engrasada por la ambición, el soborno y la impunidad. Las salas de control de ese terrible artilugio están ubicadas en los grandes corporativos internacionales y en los principales centros financieros del mundo.
En los compases de los acordes velardeanos que se perciben en las páginas de Litio se escuchan los pasos y el silencioso desencanto de la hija primogénita que regresa al edén subvertido, otrora pleno de bucólicos paisajes y, en aras del progreso, convertido en páramos y desolación. No obstante, esa devastación, en un espacio de ese lánguido paraíso de compotas florecen las rosas, los crisantemos y las orquídeas en las que se mecen los aromas que alientan la ilusión de revivir tiempos mejores.
Ese manto floral, a semejanza de la labor de Águeda, está tejido con los instantes de María Antonieta y de su primo Heriberto, quienes codo a codo y cuerpo a cuerpo comparten sus vidas para sobrevivir entre el tumulto en el que deambulan sus congéneres, convertidos en pasivas ovejas o ávidos lobos.
Uno de esos lobos, el alcalde Cipriano, “sueña en litio, piensa en litio, coge con su mujer en litio, come y caga litio.” Presa de ese enajenamiento, olvidando los lazos de amistad y fraternidad, enfrenta sin miramientos los obstáculos que impiden coronar sus ambiciones. Sumido en ese afán, sus órdenes son cumplidas.
Al anochecer las sombras nocturnas danzan con el macabro fuego que consume las ilusiones. En esa fatídica noche el llanto de las flores invade el alma de María Antonieta. El invernadero, avivado por las llamas, se torna en una belleza fúnebre.
Litio es una novela que además de su alusión a La Suave Patria traza en sus páginas pasajes sobre la desolación, la muerte, los fantasmas, el luto, el pavor y el erotismo, temas que evocan la obra del poeta jerezano. La trama de Litio, aunque está orientada por su argumento sobre corrupción, es un tejido vital y sutil que transpira vida con las pulsaciones de sus personajes y sus eurítmicas atmósferas salpicadas por la brisa que baja de la sierra.
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