Un grupo de buzas y buzos comunitarios evalúa las condiciones en la Zona de Refugio Pesquero de Celestún, punto de lucha contra la pesca furtiva.
WIRED
Hace dos horas que la costa quedó atrás. Al llegar a los puntos señalados por el GPS en el Golfo de México, los motores de las lanchas pasan del estruendo al susurro. En parejas, buzas y buzos entran a la Zona de Refugio Pesquero de Celestún, una de las más grandes de México. El ritual es absoluto: calzarse las aletas, ajustar el chaleco y las mangueras, limpiar el visor, cargar el tanque y los plomos, tomar una tabla para registrar el paisaje marino. Durante los próximos minutos, su vida depende de preparar con cuidado su inmersión a este lugar de esperanza. Buscan restaurar las pesquerías en declive o al borde del colapso, tarea que, según las leyes mexicanas, nadie tiene obligación de realizar.
Las Zonas de Refugio Pesquero (ZRP) son herramientas que el pueblo solicita al gobierno para conservar y repoblar pesquerías y ecosistemas marinos. La de Celestún, decretada en 2019, abarca 324 kilómetros cuadrados y es la única oficial en Yucatán. El verano pasado, su biomasa fue estudiada por el ‘Grupo comunitario de monitoreo submarino de las costas de Yucatán’, con apoyo de buzas comunitarias de Quintana Roo, personal del Instituto Mexicano de Investigación en Pesca y Acuacultura Sustentables (IMIPAS, antes Inapesca) y la asociación civil Comunidad y Biodiversidad (COBI). Su metodología mezcla conocimientos locales con rigor científico.
El problema que enfrentan a nivel local es mundial. La sobrepesca y la degradación ambiental acaban con la biodiversidad de los océanos. Muchos países carecen de voluntad o recursos para restaurarlos. En 2024, mientras las temperaturas de la superficie marina rompieron récords históricos, el informe Planeta Vivo mostraba que, en 50 años, perdimos 56% de las poblaciones marinas; en cuanto a las poblaciones actuales, el 37.7% son objeto de sobrepesca.
En México, se pescan más de 700 especies organizadas en 83 pesquerías, mismas que sostienen a 200,000 familias mexicanas. De acuerdo con IMIPAS, la Carta Nacional Pesquera (CNP) indica que el 17% de las pesquerías están deterioradas, 62% se aprovechan a su máximo sustentable —es decir, en el límite sano de explotación—, y del 15% no hay información sobre su estado. Oceana analizó el mismo instrumento e identificó que “34% de las pesquerías están en malas condiciones”, según la precisión de Esteban García Peña, coordinador de Investigaciones y Política Pública de esta organización internacional.
El daño está hecho, pero la Ley General de Pesca no asigna al gobierno la responsabilidad de recuperar las poblaciones de peces agotadas. “Falta establecer ese proceso de la mano del sector pesquero y sin dejar de lado la ciencia”, señala Nancy Gocher, directora de Incidencia en Oceana, a WIRED en Español. La ONG propuso una iniciativa para que el Estado asuma esa labor. Sin embargo, al constatar el desinterés legislativo —apenas cuatro de 60 propuestas sobre pesca han sido aprobadas desde 2018—, en 2021 presentó un amparo contra el Congreso de la Unión por omisión legislativa, alegando violaciones a los derechos humanos, como el acceso a un medio ambiente sano y a la alimentación. Tras ello, la entonces senadora Nancy Sánchez Arredondo se sumó a la elaboración de un proyecto de reforma para recuperar los recursos pesqueros deteriorados. Al no ser analizada y dictaminada por el Congreso, el proyecto fue congelado.
Ante esa incertidumbre, las comunidades deciden cuidar sitios donde, como dicen, el mar pueda descansar. Hoy hay refugios en Baja California Sur, Quintana Roo y Campeche, que suman más de 2 millones de hectáreas y benefician, directa o indirectamente, a 130 especies. “Cuando se planteó la primera propuesta, parecía una locura”, comenta Alicia Poot desde su oficina, investigadora del IMIPAS y jefa del Centro Regional de Investigación Acuícola y Pesquera (CRIAP) de Yucalpetén. “Algunos creen que es cerrar el mar, pero no. Es trabajar un área de manera sustentable, con vigilancia de la comunidad”.
Los límites de la abundancia
Un día antes de comenzar el monitoreo, el equipo de Celestún se reúne bajo una amplia palapa. Jacobo Caamal, experto en buceo científico de COBI, repasa el plan de los próximos días, aunque su gente lleva meses preparándose para la acción. Entre bromas, da consejos prácticos y usa cocos para mostrar cómo medir pepinos y caracoles de mar, pero su voz suena severa cuando aborda el tema de la seguridad.
Hablan de pepinos de mar porque, aunque no es parte de la gastronomía mexicana, su pesca trajo muchas ganancias a esta costa. En el mercado chino se paga bien, llegando a costar más de 150 dólares por plato. El alboroto por el equinodermo catapultó prácticas dañinas para el ecosistema y para la salud de los pescadores, como el buceo con compresora de aire o hookah, una máquina improvisada que a veces lleva toallas sanitarias como filtro contra el aceite (sirve poco) y pastillas de menta para mitigar el sabor a gasolina (sirve menos). En Celestún, nadie niega el riesgo de bucear con esa máquina. Muchos conocen a alguien que tuvo un accidente o que murió por descompresión.
Hasta 2012, el actual refugio pesquero tuvo pepinos a montones, pero la violación de las vedas y la repoblación lenta de la especie la llevaron al borde de la extinción. Los buzos comenzaron a ir cada vez más lejos y más hondo para cazarlos. La situación se volvió insostenible. Entonces, un grupo de pescadores pidió ayuda a los investigadores del IMIPAS para actuar en una zona donde el mar tuviera oportunidad de recuperarse.
Antes, otras pérdidas marcaron la vida del puerto. Leonardo Pech, fundador del refugio y capitán de una de las embarcaciones durante el monitoreo, lleva años acompañando a investigadores de IMIPAS a evaluar el estado de las especies marinas. Un par de décadas atrás, cuenta, “se buceó el callo hasta que se gastó”. Fue una pesca intensa y desordenada. Pech recuerda que sabían que tenían que dejarlo crecer, pero no todos respetaban. “Quedó como alfombra; lo sacaban del tamaño de pastillas, no tenías que picarlo para comerlo”.
Tiempo después, ocurrió lo mismo con el cangrejo moro. “Le cortaban las dos pinzas. Por donde pasaba uno, veía pechos de cangrejo muertos. Se gastó”. Entonces empezó la pesca de mero. “Había bastante, grande, ahora bajó y el juvenil está de este tamaño”, dice mientras dibuja un pez pequeñito con la distancia de sus manos.
La depredación, como llaman a la pesca furtiva, alcanzó a los pulpos. Nuevos pescadores optaron por compresoras ilegales en lugar de la pesca artesanal, la cual se hace con jimbas (palos de madera) a los que atan cordeles con cangrejos y jaibas como carnada. Con este método selectivo, las hembras con crías no muerden el anzuelo y eso las protege de la sobreexplotación, pero el buceo arrasa parejo. En 2018, se pescaron 36,965 toneladas de pulpo en Yucatán; para 2023, fueron 20,033.
El colapso de las pesquerías no solo se observa en menos cantidades de animales y tallas más pequeñas. También es notorio en la necesidad de los pescadores de ir cada vez más lejos y durar más días en el mar. Incluso hacen adecuaciones no reglamentadas de la flota menor. “Elevan sus lanchas buscando más estabilidad en lugares más profundos, les agregan casetas”, cuenta Poot. Lo que buscan es que los costos de operación no eclipsen sus ganancias, aunque su vida esté en riesgo cuando la tempestad los alcanza sobre sus lanchas caseras.
Nancy Gocher, coordinadora del equipo de campañas de Oceana, explica que el agotamiento de los recursos marinos vulnera el derecho al trabajo de los pescadores, su soberanía alimentaría (más de 3,000 millones de personas obtienen sus nutrientes del mar), su identidad, y su derecho a un medio ambiente sano. “No tener una especie desequilibra los mares, afecta las cadenas alimenticia y ecológica. Las comunidades pesqueras reciben el primer impacto de las inclemencias agravadas por el cambio climático”, dice.
Antes de solicitar el refugio en Celestún, pescadores e investigadores tuvieron muchas conversaciones. Al ver la información sobre pesquerías recopilada por el CRIAP de Yucalpetén, comprendieron que no solo el pepino requería protección. En la Carta Nacional Pesquera de 2022, especies como el mero rojo (Epinephelus morio), el pepino de mar (Isostichopus badionotus) y el pulpo rojo (Octopus maya) figuran como sobreexplotados o en deterioro. La comunidad acordó recuperar al mero rojo, la langosta del Caribe (Panulirus argus), el pulpo maya y el pepino de mar (este último tiene veda permanente). Dentro del área delimitada, se permite la pesca artesanal del pulpo y la captura de carito (Scomberomorus cavalla), sierra (Scomberomorus maculatus) y picuda (Sphyraena barracuda) usando “troleo” entre octubre y febrero; está prohibida la captura con buceo, la pesca deportiva y el consumo doméstico de otras especies.
Es ilegal violar las reglas de las Zonas de Refugio Pesquero, de Áreas Naturales Protegidas, pescar sin permisos, durante vedas, capturando tallas no válidas o usando métodos no autorizados. Este problema representa el 20% de las capturas a nivel mundial, y en México se calcula que alcanza el 40%, según datos de Conapesca. El mercado negro mundial de productos del mar supera los 20,000 millones de dólares.
Contra la “carrera por la pesca”
Josué Canul es una de las personas bajo la palapa. “Fui uno de los primeros buzos, conocido por ser pescador furtivo. He sido uno de los más grandes depredadores”, revela. Durante 30 años, Canul buceó con hookah. “Era el hater de ellos”, dice el actual presidente del refugio, refiriéndose a los conservacionistas. Tres años atrás, él no creía en el proyecto, pero fue a una de sus reuniones. “Iba a pelear”, admite. Pero antes, se sentó a escuchar. Ese día comprendió su error: no se trataba de un sitio prohibido, sino de un espacio de trabajo. La zona era nueva y faltaba mucho por hacer, pero la idea lo cautivó por dos razones: la pérdida de abundancia marina, de la cual era testigo, y la promesa de un mejor futuro. “Siempre había querido que, al unísono, la comunidad diga: no pescamos en esta área para que se reproduzca y salga de acá para nosotros”.
Mariana Suasnávar, especialista en cambio climático en la organización COBI, cuenta que en el pasado se decía “que en Celestún quemaban tus lanchas, que allí vivían los pescadores más terribles y furtivos”. Pensar que serían los primeros del estado en tomar esta medida para recuperar las pesquerías era descabellado. Hoy, la idea está respaldada por 66 líderes, hombres y mujeres.
Desarticular la pesca ilegal es difícil. Canul asegura que los pescadores justifican ser furtivos porque así alimentan a sus familias. “Desde chicos tenemos la cultura de que mientras más agarras, más tienes. Nunca nos enseñaron a cuidar para tener”. La bióloga marina y economista ambiental Andrea Sáenz llama a este fenómeno “la carrera por la pesca”, en la cual, “el que llega más rápido se lleva el tesoro”. Para la investigadora del Departamento de Conservación de Biodiversidad del Colegio de la Frontera Sur, la aproximación extractivista al mar ocurre porque se tiene un acceso abierto, el cual lleva a pensar “si yo no lo saco, alguien más lo va a hacer”.
Las Zonas de Refugio Pesquero son una herramienta de manejo, puntualiza Alicia Poot, para que las comunidades vuelvan de a poco a las buenas prácticas, empezando por un espacio pequeño. “Ese pedazo les motiva a cuidar, a enseñar a las nuevas generaciones cómo debe ser la pesca, porque hoy se ha desvirtuado”.
De un refugio pesquero bien cuidado se esperan organismos más grandes, mayor abundancia y más diversidad de especies. Un efecto deseado es el desbordamiento, es decir, tener beneficios en las fronteras del sitio de protección. La científica de IMIPAS explica que, para medir esto, es crucial establecer una línea base de cómo está el lugar al inicio e implementar un programa de monitoreo constante. “Si pasan cinco años y no notas resultados, es posible extenderlo más tiempo, no todas las zonas son igual de resilientes”.
Andrea Saénz, también autora del libro Un mar de esperanza, afirma que hay evidencia sobre la recuperación de productividad con esta estrategia, pero que evaluar el beneficio a la comunidad toma tiempo. “Son escasos los experimentos para evaluar que el costo de no pescar se compensa con la dispersión de larvas”. Ella colaboró con COBI en un estudio en la isla Natividad, donde recopilaron datos durante diez años y descubrieron que la pesca de langosta era buena en los límites de la reserva.
Estos sitios, manejados por las propias comunidades, serían como las trincheras del futuro contra el cambio climático. Sáenz explica que pueden volverse bancos de diversidad genética, donde será más probable encontrar organismos resistentes a las variaciones ambientales, a diferencia de las zonas sobreexplotadas, donde la vida se agota.
Ciencia participativa bajo el agua
El día del monitoreo, se dejan caer de espaldas al mar y descienden. Durante 30 minutos, una boya acusa su ubicación. Algunas parejas practican buceo errante, otras siguen un transecto, una línea de muestreo para colectar datos de forma sistemática. Algunas describen el tipo de fondo marino y su contenido cada 50 centímetros, a lo largo de 50 metros; otras identifican, cuentan e indican tallas de peces. El equipo de biometría de invertebrados saca caracoles y pepinos con sabucán para medirlos sobre la lancha y, bajo el agua, registran langostas, pulpos y otros organismos. Todos anotan si el sitio de muestreo está dentro o fuera del refugio, información clave para futuras comparaciones. “Es como tomarle una foto al mar”, describe Mariana Suasnávar.
Esther Yerves, abogada y parte de una familia pesquera, regresa empapada a la lancha con una sonrisa: “Es entrar a otro mundo”. Se unió al proyecto tras ver el declive del pulpo y hoy es tesorera del refugio e integrante del Grupo de Monitoreo Submarino de la Costa de Yucatán, donde participan 14 mujeres y 12 hombres de distintas comunidades yucatecas. Aprendió a bucear para comprobar con sus propios ojos si tanto esfuerzo valía la pena, y para que su voz pesara más en la toma de decisiones. A la jornada científica también van Priscila y Maritza, dos jóvenes del puerto entusiasmadas por los aprendizajes que están cambiando su forma de ver el mar.
El grupo de monitores está integrado por personas implicadas en la cadena pesquera con respaldo de organizaciones como COBI, dependencias como IMIPAS, la Secretaría de Pesca y Acuacultura Sustentables de Yucatán, y la Comisión Nacional de Áreas Naturales Protegidas. Han recibido certificaciones en buceo scuba para aguas abiertas, primeros auxilios y metodologías de identificación de especies diseñadas por IMIPAS y COBI. Capturan datos sobre el estado de las pesquerías para conocimiento de las comunidades costeras o para instituciones que lo requieran. En el caso de las áreas de recuperación, su trabajo ayuda a exponer los resultados del manejo sostenible y a reconocer si hay algo que ajustar al manejo de la zona.
“Los pescadores saben que hay especies en decadencia, pero no tenían herramienta para registrarlo”, dice Juan Pech, pescador de Chicxulub, situado a 133 kilómetros de Celestún. Es ingeniero electrónico y parte de la primera generación de buzos monitores. Para él, tiene sentido que los datos los generen quienes viven del mar: “en lugar de entrar al mar a extraer, se dan cuenta de cómo está el ecosistema”. Antes, dice, la información pasa de investigadores a dependencias, “ahora hay un intermediario: la comunidad, ven si la están regando y se lo cuentan a otros pescadores”.
En los monitoreos suelen participar personas con más experiencia, de COBI, de IMIPAS o de la Alianza Kanan Kay (“guardián del pez”, en maya). En la jornada de julio, acompañan al grupo dos buzas monitoras, Alesxia Noh y Hañela Ancona, de Punta Allen. Tienen siete años de experiencia y ahora enseñan a las más jóvenes. Suasnávar dice que ese intercambio de conocimientos es muy valioso, ayuda a replicar soluciones locales. “Desde cómo hacen el monitoreo, hasta cómo gestionar mejor sus finanzas. Es hacer coincidir la conectividad biológica que hay en la península de Yucatán, con una conectividad social”.
La norma establece cómo crear estas zonas, pero no cómo gestionarlas o medir su avance. Un artículo publicado en Frontiers refiere algunos ingredientes para que las iniciativas de conservación marina funcionen: que las zonas representen entre el 20 y el 30% de cada hábitat, que incluyan al menos tres réplicas del ecosistema y que estén separadas para evitar que una sola perturbación las borre de golpe. También recomienda resguardar sitios críticos para el ciclo de vida de las especies y priorizar aquellos con alto endemismo, abundancia y buena salud. La forma y el tamaño importan: las áreas compactas y bien delimitadas, diseñadas según la movilidad de las especies, tienen mayor probabilidad de éxito.
La economía azul también es tierra adentro
El monitoreo sigue fuera del mar. Al volver, los integrantes del equipo comen, se bañan y descansan un poco. Consiguen gasolina para las próximas salidas, alistan comida y digitalizan sus hojas de registro. La captura de datos ocurre en un cuarto pequeño, tienen aire acondicionado, pastel y café. De las hojas de registro saltan los personajes marinos: pargo, Decapterus macarellus, Ocyurus chrysurus o canané. Si alguien pronuncia mal el latín, entre todas se corrigen suavemente, ensayando el nombre en voz alta entre risas. Una copia de Reef Creature Identification, de Paul Humann, considerado una obra imprescindible para buzos, biólogos y amantes de la vida marina, pasa de mano en mano, señalan las especies que ya encontraron y las que les gustaría ver pronto.
Por las noches, Jacobo Caamal se sienta entre los mosquitos y el ruido del llenado de tanques. Ahí me explica que el éxito del refugio va más allá de los aspectos biológicos. “Monitorear la biomasa y los peces es útil, pero si la comunidad no participa ni conoce el proyecto, pierde sentido”. Un artículo del que es coautor, destaca que las áreas de conservación protegidas son más eficaces al combinar conocimientos técnicos, ciencia occidental y ciencia participativa con pescadores locales. “Puedes tener más peces, pero si llega la marea roja y los mata a todos, serían años de trabajo perdidos. Si involucras a la gente hay beneficios alternativos. Ante una marea roja, es más fácil que una comunidad organizada busque cómo recuperarse del impacto”.
En tierra se busca el empoderamiento de los pescadores, reducir la brecha de género en la economía local, diversificar las voces en la toma de decisiones (en Celestún hay un comité de mujeres y otro de jóvenes), fortalecer el orgullo comunitario y la defensa del territorio. Algunos grupos se organizan contra el turismo rapaz o el cuidado de otros ecosistemas costeros, como dunas o manglares.
Poot advierte que falta evaluar el avance social y económico de las ZRP, más allá de la parte biológica que indica la norma. En ese mismo sentido, dice, el gobierno podría dar recursos a las comunidades que quieren sacar adelante un refugio pesquero y que este sea condicionado a una supervisión, “que den resultados y rindan cuentas de lo que se aplica”. Lo otro, agrega, es acompañar los estudios técnicos justificativos del refugio con planes de manejo.
Cuando Josué se unió al proyecto, había pendientes impostergables: vigilancia y monitoreo. Pero no había dinero. Josué es una persona inquieta (sus compañeras dicen que hasta debajo del agua sigue hablando). A pocos meses de entrar a la ZRP, asumió la presidencia. Para motivar a los pescadores a proteger el polígono, propuso instalar jaulas de maricultura. “Mientras alimentas, vigilas”, pensó. En 2022 las colocaron. No solo servirán para criar peces, también planean hacer recorridos de turismo comunitario. “Mientras conservemos, tendremos empleo y podemos llevar una vida más cómoda. Eso quiero para mi grupo”.
“No se les puede pedir una conservación sin nada a cambio, cuidar el mar es diferente para quienes viven de él. La conservación marina viene añadido, pero lo que ellos están conservando es el futuro de su familia”, detalla Laura González, coordinadora general de Alianza Kanan Kay.
Para recaudar fondos, el grupo de Celestún organiza festivales, pero ahora ganó un proyecto del Programa de Pequeñas Donaciones, implementado por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD). Gracias a ello, están por integrar motores eléctricos a sus labores. Alondra Ramírez, asociada del Programa de Pequeñas Donaciones del PNUD de México y encargada de la cartera de los proyectos de energía, explica que, además de ayudar a su sostenibilidad, el objetivo de usar paneles solares y movilidad eléctrica es reducir el impacto ambiental de vigilar, monitorear y pescar.
Los ojos que faltan en el mar
Además del esfuerzo por obtener datos científicos, los pescadores vigilan la zona contra la pesca furtiva y buscan cómo financiar esto. Desde 2019, en México no hay presupuesto federal asignado al ordenamiento pesquero, incluyendo la operación de estas zonas. “Tu presupuesto habla de tus prioridades. En el sexenio pasado, la pesca fue prioridad cero. Muchas de las cosas que pasaron son gracias a la gestión y organización de la sociedad civil”, destaca Andrea Sáenz.
Nancy Gocher apunta que muchos de los obstáculos se deben a la falta de tejido social. “Ellos saben quién pesca ilegalmente, que ellos tengan que pedir que no lo hagan implica un conflicto comunitario, pero también abre la oportunidad de restaurar el tejido social. Cuando la comunidad ve resultados —que hay más recursos, que se crean formas de economía, como el turismo, que son más sustentables y a su ritmo— empiezan a cuidar”.
“Hay muchas zonas de refugio pesquero y áreas marinas protegidas en las que pescadores y pescadoras hacen comités de vigilancia para asegurarse de que se pesque legalmente; ellos cuidan los recursos de todos. En México, el 75% de las pesquerías se aprovechan sin planes de manejo, eso pone en riesgo el desarrollo sustentable y bienestar de las comunidades”, agrega.
Muchos grupos comienzan financiando la vigilancia con sus bolsillos y, conforme se organizan, buscan cómo ser retribuidos. Canul lo tiene claro “no es lo mismo que le pagues a alguien porque cuide tu casa, a que la cuides tú y que alguien te pague”.
Contra la pesca furtiva saben que nadan contra corriente, que deben manejar la frustración de cuidar un recurso que otros hurtan en la noche. Saben que están en riesgo por señalar a quienes incumplen las reglas, aunque sean sus vecinos. “Muchas veces quedamos como payasos al hacer vigilancia, agarrar gente que hace algo ilegal y la ley no les hace nada”, dice Canul. Durante el monitoreo, uno de los capitanes advierte una lancha en el horizonte y deduce que vienen de pescar ilegalmente. Levanta el radio y consulta a los otros qué hacer, deciden no interrumpir el monitoreo. Si los ven más tarde, les llamarán la atención.
“Tenemos pocos datos para saber cómo luchar contra la pesca ilegal. La inspección y vigilancia en México no son robustas”, precisa Gocher. Un análisis de Oceana reveló una reducción de los recorridos de vigilancia de Conapesca. En 2023, se registraron 332 patrullajes marítimos y 99 terrestres, las cifras más bajas en 15 años. Del estimado de 40% de pesca ilegal, reportan que se retiene a menos del 0.2% y se decomisa menos del 1%. “No hay información de qué sucede cuando se captura a alguien o se decomisa una embarcación o producto. Después de la denuncia, casi nadie sabe qué sucede. Hay opacidad en los datos y un alto nivel de impunidad”.
Las investigadoras entrevistadas por WIRED en Español destacan la necesidad de fortalecer la gobernanza del sector pesquero. Para Nancy Gocher, significa reconocer espacios de participación como los Consejos Estatales de Pesca, donde se organizan los pescadores ribereños. En México, de 78,601 embarcaciones registradas en 2023, 76,876 eran de pesca ribereña. Esta industria emplea a 250 mil personas.
En México están en proceso de establecerse 14 zonas de refugio pesquero, que sumarían más de 100,000 hectáreas de conservación en siete estados —principalmente en Sonora y Yucatán—. Ante el creciente interés, se ha planteado crear un Sistema Nacional de Zonas de Refugio Pesquero. Una consultoría, financiada por el fondo PROBLUE del Banco Mundial y la Agencia Francesa de Desarrollo, en coordinación con el gobierno mexicano, revisó la idea. Las sugerencias incluyen incorporar metas pesqueras como parte del Plan Nacional de Desarrollo, fortalecer el manejo comunitario, hacer un fondo nacional y brindar seguridad jurídica a comunidades costeras para manejar su territorio.
La visión para recuperar la productividad del mar, indica Sáenz, es un ejemplo de “escalas acopladas”. Primero, trabajar con quienes acceden a un maritorio, luego ver cómo se conectan con sus vecinos, después con las corrientes y con las actividades en tierra. “Se necesita una comprensión completa de estos fenómenos”. Lo que resulta imposible, asegura, es intentar recuperar una especie sin escuchar a los pescadores.
Juan Pech ha visto la belleza marina y también un mar lastimado. El buzo explica su compromiso con una anécdota. Hace años, el hombre que le enseñó buceo comercial le indicó dónde entrar para encontrar peces. Juan siguió sus instrucciones, pero llegó a un sitio muerto; nada de lo que su maestro describió seguía allí. Si algún día tiene hijos, dice que no quiere hablarles de un mar que ellos no puedan ver. Sueña con que Chicxulub tenga un zona de refugio pesquero.
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