Los promotores de la reforma judicial siguen sin responder con solvencia por qué se tuvo que sacrificar a cada juez y magistrado del país. Encogen los hombros, alegan una purga inevitable, pero carecen de fondo para explicar por qué el Estado mexicano se desprendió así de tantos servidores excelentes. Herodes ordenó matar a los niños de Belén, nadie podía desobedecer. En términos de función pública es una masacre propia de los totalitarismos, más si viene acompañada del sustantivo genocida de limpieza. Desconozco cuál será el futuro de los admirables jueces Perrusquía y Posán, sé que el honorable magistrado Reginaldo Reyes trabaja en el proyecto de crear un partido político, y que el magistrado Juan Pablo Gómez Fierro, pionero en padecer las calumnias de López Obrador, es desde hace días socio y parte del exitoso y prestigiado despacho de abogados que dirige el excomisionado anticorrupción, el siempre comprometido con causas progresistas, Luis Pérez de Acha. “Sí, es un giro de 180 grados”, me dijo ayer Juan Pablo, concentrado también en la docencia. “¿Querían que los jueces nos hiciéramos a un lado en un momento tan incierto para México y la abogacía mexicana?”.