Justo después de la vergonzosa derrota sufrida en Vietnam en 1975, Richard Nixon declaró la guerra contra las drogas.
No lanzó el entonces presidente de Estados Unidos a sus tropas a combatir a los narcotraficantes locales; tampoco los envió a pelear fuera de su territorio.
Ni un muerto más podía permitirse después de los más de 50 mil estadunidenses caídos en combate en el sudeste asiático.
Frenar el consumo de estupefacientes y psicotrópicos que eran, en esa nación convulsionada, el único instrumento para mantener la paz interna hubiera sido, desde la lógica del poder, una insensatez.
Los muertos, en esta nueva aventura imperial también destinada al fracaso, tendríamos ahora que ponerlos nosotros.
Centenares de miles, quizás millones de personas han muerto desde entonces en toda América Latina víctimas de esta espiral de violencia incontenible.
Jamás, en estas cinco décadas, ha dejado de entrar la droga a Estados Unidos donde el número de adictos a la misma ha crecido exponencialmente.
Jamás, en estas cinco décadas, han dejado las armas y los dólares, que envían los carteles estadunidenses a sus proveedores de materia prima, de bajar al sur.
Jamás, en estas cinco décadas, ha dejado la plata de la droga de oxigenar la economía norteamericana.
Que allá no falte droga y que aquí, en nuestra América, no haya gobiernos fuertes ha sido el objetivo de Washington.
Para controlar a su población y extorsionar, esquilmar, someter a nuestros países ha servido esta guerra tan sangrienta como inútil.
Armas y tecnología les venden a los ejércitos. Armas y tecnología les venden a los narcos.
Carros blindados les venden a unos y fusiles para perforar blindaje a los otros.
Con esta ley de la guerra, la de proporcionalidad de medios, han hecho un negocio redondo mientras que, con la plata que mandan, aseguran la capacidad de reposición de bajas del narco.
Todo iba bien para ellos gracias a corruptos y traidores que, como Felipe Calderón y Genaro García Luna, traicionaron a México, pero conquistó el pueblo la democracia y llegó Andrés Manuel López Obrador y luego Claudia Sheinbaum Pardo.
¿Quiere seguir —después de 54 años— con esa misma guerra, presidente Trump? Líbrela en su propio territorio. Aquí hemos decidido no seguir con esta farsa sangrienta.