Las amenazas de campaña de Donald Trump sobre México son apocalípticas.
Incluyen la deportación de millones de mexicanos que residen ilegalmente allá, el cierre de las fronteras a la migración ilegal, la exigencia de que pare el flujo de drogas al norte, so pena de imponer altas sanciones arancelarias y bombardear él mismo a los cárteles.
Por último, amenaza con revisar el Tratado de Libre Comercio que hay entre las dos naciones, con un énfasis radical en bajar las ganancias de México e impedir el aprovechamiento chino de ese tratado.
Las cuatro cosas juntas, aplicadas de golpe, podrían simplemente arruinar a México.
Pero es difícil imaginar una ofensiva inmediata de Trump sobre México en todos esos frentes.
Ya en su discurso de victoria, Trump habló de cerrar la frontera a migrantes ilegales, pero no de deportaciones masivas.
Para ayudarle a cerrar la frontera, México tiene una respuesta que funcionó en el pasado: echar la Guardia Nacional a contener el paso de la gente que viene del sur. Obtuvo, a cambio de eso, la tolerancia de Trump a la deriva autoritaria de López Obrador.
Fue un arreglo que se mantuvo igual durante el gobierno de Biden y que podría simplemente renovarse ahora. Peor para los migrantes, pero no para el gobierno de México.
Más difíciles son los condicionamientos cruzados de Trump: si no paras el narcotráfico, te subo aranceles. Si ganas mucho o no echas a China, me salgo del T-MEC. Son pasos de la muerte. México no tiene capacidad institucional para cumplir ninguna de esas exigencias.
Ni para detener el flujo de fentanilo y drogas a Estados Unidos, ni para sacrificar ganancias o controlar los subterfugios chinos para meterse de contrabando en el T-MEC. Tampoco podría expulsar o contener las inversiones chinas formales en México.
Las respuestas de Trump a estas incapacidades mexicanas podrían ser devastadoras. Bastaría que ejerciera el instrumento de imponer aranceles a su arbitrio. Sería un adiós unilateral al T-MEC.
Aquí estamos entonces, en ascuas, como todo el mundo, esperando a Trump.