La prisa de los legisladores oficialistas para aprobar las leyes del plan C es un mensaje claro de que el nuevo gobierno seguirá de frente por donde puso las marcas el gobierno anterior.
No hay más ruta que la ya trazada. Podrá haber algo nuevo en el actual gobierno, pero no en lo ya trazado.
No habrá los matices que algunos esperan ver añadidos al surco pactado en la transición del poder.
Lo pactado es un surco y un muro. Por el surco camina el nuevo gobierno, en el muro se estrella el resto de México, aún si se moviliza con decisión y energía, como lo han hecho los miembros del Poder Judicial.
Que haya tanta prisa, en la mayoría oficialista, no mejora la calidad de las leyes que aprueban sin leer: las deja igual.
Tienen prisa, no quieren detener el coche un momento, como si cualquier alto pudiera desviarlo de su ruta o atrasarlo en su hora de llegada. No hay tiempo que perder, no vaya a ser.
La consigna se impone, la rapidez y la disciplina ciega son esenciales al procedimiento.
Cualquier paro en el camino es un riesgo de incumplimiento de la consigna; cualquier revisión de las leyes puede abrir espacio a las dudas, a las preguntas, zangolotear la unidad, tan llena de parches, oportunistas, pequeñas y no tan pequeñas ambiciones.
Entre más rápido voten los miembros de la mayoría menos riesgos habrá de ocurrencias incómodas, menos tentaciones de exigir más cosas por la adhesión otorgada o de hacer y decir más tonterías en los debates.
Las leyes se van aprobando al galope porque no resisten la prueba del análisis, de la pluralidad, de la inclusión del punto de vista de las minorías.
El Congreso desborda en todo momento lo que podría describirse como “petulancia de mayoría”.
No se discute con la oposición, ni con los especialistas, ni con los posibles afectados por las leyes. Se imponen las votaciones con ruido, insultos, desplantes y alardes de superioridad moral.
Pero sobre todo, con prisa. Con una prisa de consigna, ciega, que está redefiniendo la Constitución y el nuevo régimen político de México.