A los 70 años, el líder indiscutible de la izquierda mexicana y uno de los políticos más influyentes de América Latina se retira. EL PAÍS reconstruye su historia desde su infancia hasta su huracanado paso por la política, primero como opositor y luego como el presidente más popular a lomos de un partido, Morena, con el que ha logrado controlar casi todos los resortes del poder
Zedrik Raziel Y Dvid Marcial / El País
Tiene la camisa manchada de sangre por un porrazo que un militar le ha dado en la cabeza. Es 1996. Un Andrés Manuel López Obrador de 42 años lidera una protesta de cientos de personas —en su mayoría indígenas chontales de Tabasco— contra la privatización de las plantas petroquímicas de Pemex, una política que impulsa el presidente priista Ernesto Zedillo. El suelo es fangoso. El calor tropical hace que la ropa se pegue a la piel. Los mosquitos son feroces. Tras romper con el PRI, López Obrador es una figura en ascenso en el PRD, la izquierda mexicana. Se coloca al frente de la marcha, asediada por policías y militares.
—Muéstreme la orden judicial para el desalojo —pide ingenuamente al hombre recio que comanda el operativo.
No hay respuesta. Los manifestantes comienzan a entonar el himno nacional. Algunos helicópteros sobrevuelan la zona. A bordo van los jefes del Cisen, la policía política del PRI, que lleva varios años siguiendo los pasos de López Obrador, considerado un comunista. Desde los helicópteros se ordena avanzar con escudos y porras sobre los manifestantes. Es el momento del porrazo y la sangre por la camisa. Muchos años después, en su último libro, ¡Gracias!, López Obrador cuenta un detalle que, asegura, nunca había dicho, quizá por pudor. “Cuando se nos lanzaron, con los empujones se me estaba saliendo un zapato y me dije: ‘Como líder, no puedo salir descalzo de esta refriega; todo menos la humillación y el ridículo’, de modo que me agaché para acomodarme el zapato, y en ese preciso momento un soldado me dio el golpe que me abrió la cabeza”. Todo por un zapato. Todo por no mostrarse desaliñado.
La anécdota revela una mezcla de vanidad y dignidad, de sencillez y orgullo. Y describe a un personaje muy consciente de su imagen, de la autoridad que proyecta, de cómo se ve a sí mismo entre las personas que no tienen nada, los indígenas de aquel entonces y los pobres de ahora. Frente al poder del Estado en aquella época o representándolo en su máxima expresión durante los últimos años. López Obrador (Tabasco, 70 años) se retira como el líder indiscutible de la izquierda mexicana y uno de los políticos más influyentes de América Latina. Ha sido una figura ineludible en la conversación pública mexicana durante las tres últimas décadas, primero como opositor, luego como el presidente más popular a lomos de un partido, Morena, construido a su imagen y semejanza, con el que ha logrado en apenas una década controlar casi todos los resortes del poder.
Identificable por su nombre a secas: Andrés Manuel; o por el apellido: López Obrador; o por el acrónimo: AMLO; o por el apodo que le pusieron sus adversarios: El Peje —un pez típico de Tabasco—; o por el inocente cartón que un dibujante hizo para homenajearlo; o por los peluches con su rostro —los Amlitos—; o por el icónico canto de guerra de sus simpatizantes: “¡Es un honor estar con Obrador!”; o por los eslóganes que él mismo ha inmortalizado: “Soy peje, pero no lagarto”, “por el bien de todos, primero los pobres”, “amor con amor se paga”. El mandatario, con sus códigos y sus símbolos, es ya parte del imaginario contemporáneo.
Los mexicanos deberán comenzar a acostumbrarse a habitar una cotidianidad sin López Obrador, un dirigente de enorme carisma que ha practicado la política muchas veces como confrontación, buscando adversarios para apretar sus filas, ya desde asambleas en las plazas públicas de los pueblos o desde sus populares conferencias matutinas. López Obrador ha prometido que se retirará de la política al concluir su mandato presidencial, este 1 de octubre, a punto de cumplir 71 años y con una desbordante aprobación que ronda el 80%. El dirigente ha usado hasta el último momento su influencia para pasar la estafeta a su delfín, Claudia Sheinbaum, en unas elecciones arrasadoras donde su partido, Morena, ha alcanzado en el Congreso la mayoría necesaria para reformar la Constitución sin apenas resistencias de las formaciones opositoras. Creyente del dogma de que, entre más elecciones haya, la democracia es más sana, su último gran lance ha sido una polémica reforma que deja al voto popular la selección de los jueces.
Tres veces candidato presidencial —hasta que finalmente ganó en 2018—, exjefe de Gobierno de Ciudad de México, exdirigente del PRD, fundador de Morena y autor de una veintena de libros, pese a su enorme exposición mediática es un personaje aún difícil de escudriñar. Algunos ven en él a un político contradictorio, en cuya personalidad convergen valores conservadores y liberales, republicanos y presidencialistas, que vive en una tensión constante entre el futuro y la añoranza de un pasado perdido, según una decena de voces recogidas por EL PAÍS entre amigos, colaboradores, adversarios y estudiosos del mandatario.
Capaz de movilizar a miles de personas en las calles, hábil lector de los anhelos populares, López Obrador es querido por muchos mexicanos que lo consideran un reivindicador de las causas de los pobres, un demócrata y un libertador. Sus críticos le consideran autoritario, demagogo, un mesías populista. Es un dirigente en el que es difícil advertir los grises, las tonalidades tenues. Y, sin embargo, no hay a la vista en el corto plazo, ni en las filas del oficialismo ni en la oposición, un político capaz de ocupar el enorme hueco que el mandatario dejará en la escena mexicana. Es, quizás, el último de su especie.
Los inicios
López Obrador nació en el poblado de Tepetitán, municipio de Macuspana, Tabasco, en plena selva tropical, rodeado de ríos, arroyos y lagunas. El dirigente está convencido de que el calor húmedo y extremo determinó su espíritu y explica su manera de hacer política. “El tabasqueño usa poca ropa, es abierto y expresivo. No habla quedito, sino que grita. La ardiente canícula enciende las pasiones y brota con facilidad la ruda franqueza. Hasta podría decir que los tabasqueños somos liberales por naturaleza”, ha escrito.
Creció en un entorno católico, pero sin rigideces, a la manera flotante en que la religión moldea algunas creencias de las familias mexicanas, que no van a misa los domingos, pero se persignan ante la imagen de un santo. A menudo el dirigente menciona en sus discursos al “Creador”, a Jesucristo y al Papa Francisco. Suele traer consigo, en la cartera, un escapulario, al lado de algún billete de poco valor. El partido que fundó en 2014 se llama Morena, acrónimo de Movimiento de Regeneración Nacional; también es el nombre cariñoso que los mexicanos dan a la Virgen de Guadalupe: La Morena. Las claves religiosas van más allá de lo personal y moldean mucho de su credo político.
Sus padres poseían una tienda de granos y carne, que comerciaban navegando en el vasto río Tepetitán en una barca. El niño Andrés Manuel solía acompañar a su madre desde las cuatro de la mañana. Rodeados de familias indígenas y de trabajadores petroleros, el negocio dio a los Obrador una vida clasemediera rural, aunque años después se fueron a la ruina, según relata él mismo. “Fue un niño buenísimo y muy trabajador. Luchó como nadie, por eso lo admiramos. Salió de aquí con la frente bien levantada, porque él no robó, como los otros gobiernos que robaban a la gente pobre”, dice su paisana Lucía Zurita, de 77 años, que aún vive en Tepetitán.
Eran siete los hermanos López Obrador. El segundo de ellos, José Ramón, murió de un disparo accidental en el negocio de sus padres en Villahermosa, adonde se habían mudado. La tragedia afectó mucho al joven Andrés Manuel, de 15 años, que lo presenció todo, y que terminó por ponerle el nombre del hermano al primero de sus hijos.
Viajó a Ciudad de México a estudiar Ciencias Políticas en la UNAM en 1973. Entre penurias, tardó varios años en obtener el título de licenciado. Desde entonces ha escrito 19 libros de historia y política y ha leído como pocos políticos mexicanos. En sus mítines y conferencias de prensa adopta una actitud profesoral para hablar de las tres revoluciones que consolidaron el Estado mexicano: la Independencia, la Reforma y la Revolución. López Obrador afirma que su Gobierno representa la “Cuarta Transformación” de México, situándose al lado de los próceres nacionales. Sus críticos sostienen que está obsesionado con inscribir su nombre en los libros de Historia.
Comenzó a foguearse en la política de la mano del tabasqueño Carlos Pellicer, poeta y político de izquierdas, muy admirado por López Obrador. Cuando Pellicer fue postulado como candidato a senador por el PRI, el joven le ayudó en su campaña. Había otras formaciones de izquierda en las que el aprendiz de político pudo militar, unas más radicales y cercanas a la tradición comunista, otras más paraestatales, pero él creía que aún podía hacer política progresista desde el PRI: la vetusta formación surgida con los ideales de la Revolución Mexicana, el partido de Estado que gobernó el país durante siete décadas a sangre y fuego y arrollando con los derechos civiles. Pese a todo, López Obrador guardaba esperanzas de un cambio democrático.
Regresó a Tabasco en 1977. El gobernador Leandro Rovirosa le encargó dirigir el Centro Coordinador Indigenista Chontal, dependiente del Instituto Nacional Indigenista. Junto a su esposa, Rocío Beltrán, vivió seis años en las comunidades indígenas, con “los más pobres de los pobres”, como él los ha definido. La experiencia lo puso en contacto con la práctica comunitaria de toma de decisiones por consenso, un mecanismo democrático que años después llevaría a sus asambleas partidistas e incluso al Gobierno. Como la polémica consulta popular que hizo sobre la cancelación del aeropuerto de Texcoco, o la que intentó llevar a cabo sobre la política del aborto. “Era una estrategia que le permitía navegar por aguas turbulentas sin comprometer su imagen ni su posición: la evasión sutil”, expone René Bejarano, uno de sus antiguos colaboradores. “Así se protegía del desgaste político que podría surgir de una postura tajante, al tiempo que se presentaba como un defensor de la voluntad popular”, añade.
La experiencia en la Chontalpa también explica el enorme peso del indigenismo y de cierto evangelismo político en el credo de López Obrador, a decir de Jorge Zepeda, uno de los estudiosos del dirigente. “Hay en él algo milenarista y mesiánico, que viene quizá del PRI primigenio. Ese paternalismo le ha traído problemas con la izquierda moderna. Él cree genuinamente en una sabiduría ancestral, algo muy potente y auténtico que brota del espíritu del México profundo”, sostiene. Ya como presidente, López Obrador ha dicho que su Gobierno se guía por algo que ha dado en llamar Humanismo Mexicano, que, ha explicado, se sustenta en la generosidad de las culturas originarias y la bondad intrínseca de los pobres. Aunque profesa ese afecto almibarado por lo indígena, ha pintado su raya respecto del EZLN, el alzamiento insurgente chiapaneco, que le ha lanzado duras críticas.
El gobernador Enrique González Pedrero, sucesor de Rovirosa, le encomendó dirigir al PRI de Tabasco en 1983. Su travesía como líder partidista duró apenas siete meses. López Obrador cuenta que se tomó a pecho la tarea de renovar la formación y separarla del gobierno. Las fuerzas internas no lo permitieron y él renunció a su cruzada, de la que, afirma, no se avergüenza, pues él fue “consecuente” con sus ideales democráticos. “Mucha gente que no me conoce piensa que, como estuve en el PRI, soy igual que los demás”, ha escrito. Ahora, ese PRI, junto al PAN, es uno de sus enemigos predilectos: la encarnación de la corrupción y el origen de los males que aquejan a México, el atraso, la pobreza, la violencia.
El mentor
López Obrador regresó de nuevo a Ciudad de México, donde su carrera política tenía más futuro. Con presiones de dinero —acababa de tener a su primero de cuatro hijos—, consiguió trabajo ayudado por Ignacio Ovalle, que dirigía el Instituto Indigenista cuando aquel estuvo al frente de la delegación en la Chontalpa. Ovalle se volvería algo así como un guía político para él, tras el fallecimiento de Pellicer en 1977, y décadas más tarde López Obrador le daría sus muestras de gratitud. Por mediación de Ovalle, consiguió trabajo en 1984 en el Instituto Nacional del Consumidor, donde se encargó de formar en las comunidades comités para que la gente comprara productos de manera grupal y tuviera ahorros. “Él tenía mucho la idea de que la gente pudiera hacer las cosas por ella misma, entonces hicimos buena conexión. Desde entonces él tenía esa preocupación, siempre me decía: ‘Es que el PRI perdió su vínculo con el territorio’, y yo creo que eso fue lo que le interesó del trabajo”, cuenta Clara Jusidman, que le contrató en el Instituto.
Por esos años ocurrió algo que cambió el rumbo de López Obrador. Era la segunda mitad de la década de los ochenta y las fuerzas de izquierda comenzaron a agruparse en torno a la figura totémica de Cuauhtémoc Cárdenas, hijo del venerado presidente agrarista Lázaro Cárdenas, que encabezaba la Corriente Democrática dentro del PRI, una suerte de grupo disidente progresista, que luego daría origen al PRD. En 1988 habría elecciones a la presidencia y en varios Estados. Cárdenas era el candidato natural al Ejecutivo, pero el ala democrática priista necesitaba cuadros locales. Con el permiso de Cárdenas, Graco Ramírez, otra figura histórica de la izquierda mexicana, le propuso a López Obrador ser candidato a gobernador de Tabasco por el movimiento democrático, a condición de que abandonara definitivamente al PRI, del que no se desprendía. “Él escuchaba. Yo le decía: si te quedas en el PRI, te vas a pudrir. Tú puedes ser la gran figura del sur del país”, recuerda Ramírez.
López Obrador lo meditó largo tiempo y pidió consejo a quien había ocupado el lugar de su mentor: Ovalle. Jusidman lo recuerda bien porque su joven subalterno le presentó su renuncia para lanzarse de candidato. López Obrador le contó que había viajado a Cuba para consultarlo con Ovalle, quien había sido nombrado embajador en la isla caribeña, y que ya había tomado la decisión. “Yo le dije: ‘Andrés, está usted muy joven, espérese, va a tener su oportunidad’, pero él estaba muy desesperado”, relata la economista. “Él quería volver a desarrollar las raíces del PRI en el territorio, pero los líderes del partido lo bateaban todo el tiempo, no lo oían, no lo consideraban una persona valiosa, y yo creo que Ovalle sí lo apreció y lo ayudó a orientarse”.
Cuando finalmente conquistó la presidencia, en 2018, López Obrador rescató a Ovalle, que llevaba varios años de vacas flacas, y lo puso al frente de Segalmex, la paraestatal creada en su Gobierno para abastecer a los más pobres y que ha estado envuelta en escándalos de corrupción millonarios. La Fiscalía investigó a un puñado de funcionarios, excepto a Ovalle, que solo fue enviado a otra dependencia de bajo perfil, donde se mantuvo activo el resto del sexenio. López Obrador lo ha defendido con decisión, sin esperar a que la Fiscalía hiciera sus pesquisas.
López Obrador perdió por mucho la elección tabasqueña de 1988 frente al PRI. Tres años después hubo elecciones municipales, en las que el joven dirigente denunció un fraude. Encabezó una caravana de Tabasco a Ciudad de México para reclamar los triunfos del PRD, la formación fundada por Cárdenas en el 89. El dirigente bautizó la marcha como Éxodo por la Democracia, de nuevo el rasgo religioso. Fueron 1.000 kilómetros de distancia, que López Obrador y sus simpatizantes anduvieron a pie a lo largo de un mes, bajo el sol y la lluvia, acampando en las calles o durmiendo en casas prestadas, con “ampollas en los pies muy dolorosas”, según ha relatado. En las elecciones de 1994 volvió a repetir como candidato a gobernador. Ganó nuevamente el candidato del PRI; él volvió a acusar un fraude electoral y emprendió un segundo Éxodo bíblico a la capital.
Ciudad de México se volvería su bastión definitivo. En 1996 se convirtió en dirigente del PRD, con el visto bueno de Cárdenas, que aún era el paterfamilias de la formación izquierdista. “Cárdenas apoyaba mucho a Andrés Manuel, lo consideraba muy importante para el futuro del partido y de la causa de la izquierda”, expone Pablo Gómez, cercano a López Obrador desde entonces. En el 97 Cárdenas ganó la elección de jefe de Gobierno de Ciudad de México, que durante décadas estuvo bajo el dominio del PRI. Ese año, también, el régimen priista perdió por primera vez la gran mayoría en el Congreso. Era una época dorada para la naciente oposición mexicana.
López Obrador tenía en la mira volver a contender en el 2000 por la gubernatura de Tabasco, relata René Bejarano, fundador del PRD en la capital. Pero varios líderes perredistas, al tanto de la relevancia que el personaje iba adquiriendo, le convencieron de postularse al Gobierno de Ciudad de México para suceder a Cárdenas. Bejarano recuerda que López Obrador le encargó organizar mil asambleas en barrios de la capital para hacer campaña. El candidato del PRD ganó la contienda apenas con cuatro puntos de ventaja.
Amigo, enemigo
La actitud hacia Ignacio Ovalle retrata la manera como López Obrador se relaciona con sus allegados y sus adversarios. El mandatario suele decir, al referirse a los agravios que le han infligido: “Yo perdono, pero no olvido”. El dirigente puede excusar la deshonestidad de algunos, pero no la deslealtad, sostiene Zepeda. “No es rencoroso en términos de vendetta. Pero tampoco perdona. Más bien margina sin llegar al castigo o la persecución. El mayor pecado para él es la deslealtad. Subestima otros problemas si tiene apoyo irrestricto”, comenta.
Zepeda ilustra este rasgo con el caso de Manuel Bartlett, señalado como el ejecutor de la infausta caída del sistema de 1988, el fallo electrónico que dio el triunfo al priista Carlos Salinas por encima de Cuauhtémoc Cárdenas, en lo que los mexicanos consideran el primer gran fraude electoral de la historia nacional. Bartlett era el secretario de Gobernación y tenía a su cargo supervisar las elecciones. Años después, Bartlett rompió con el PRI. López Obrador le abrió las puertas de su movimiento, le dio una senaduría y luego, ya siendo presidente, lo incorporó a su Gobierno como titular de la CFE, la paraestatal de electricidad. Pese a las protestas de Cárdenas –la víctima principal de aquel fraude– y a los cuestionamientos sobre la fortuna patrimonial de Bartlett, el mandatario ha salido en su defensa.
Hay varios ejemplos de colaboradores de López Obrador caídos en desgracia: Arturo Herrera, su exsecretario de Hacienda; Julio Scherer, su exconsejero jurídico; o los experredistas Graco Ramírez, Jesús Zambrano, Agustín Basave y el propio Cárdenas, que le habían ayudado en sus aspiraciones políticas y con los que luego hubo ruptura. Caso también de René Bejarano, que fue su operador político en la capital y fue acusado de un caso de corrupción. Fue a parar a la cárcel y purgó la pena. Pero el dirigente, que entonces era jefe de Gobierno de Ciudad de México, también le aplicó la ley del hielo y lo marginó. Los videoescándalos, como se conoció el caso de Bejarano, causaron enorme daño al partido y a la Administración de López Obrador en la capital.
Durante mucho tiempo Bejarano tuvo las puertas cerradas. “López Obrador camina con una memoria selectiva, una que recuerda con claridad las ofensas pasadas, pero que también sabe cuándo es el momento de tender la mano, ofrecer una segunda oportunidad si el beneficio político lo justifica”, observa Bejarano. “Su indulgencia está profundamente entrelazada con la lógica del poder”, anota. Bejarano volvió al regazo del dirigente tabasqueño en el marco de las elecciones de 2018, cuando López Obrador necesitaba construir una estructura política lo más robusta posible. Temeroso del fantasma de los fraudes que lo han asediado desde hace años, necesitaba de la aceitada estructura bejaranista en Ciudad de México. También hizo alianzas con expriistas, expanistas, empresarios y hasta con grupos evangélicos. Antiguos adversarios se volvieron nuevos aliados para conquistar la presidencia. Su justificación ha sido: “La política se hace con hombres, no con santos”.
La flexibilidad del dirigente, sin embargo, tiene límites infranqueables para algunos, situados en el lugar inhóspito de los enemigos; ahí están los expresidentes Salinas de Gortari, del PRI, a quien considera el jefe de la “mafia del poder”, un conglomerado de grandes intereses políticos y económicos; Vicente Fox, del PAN, a quien ha llamado inepto, mediocre y chiflado, o Felipe Calderón, también panista, quizá el mayor de sus enemigos, a quien López Obrador acusa de orquestar un fraude electoral en la elección presidencial de 2006, ayudado por los más ricos de México, por los medios y por el régimen político de antaño; le ha llamado pelele, mequetrefe, autoritario y espurio, y, además, le responsabiliza de desatar la guerra contra el narco para legitimar su Gobierno.
En el páramo de sus enemigos también caben algunos intelectuales, como Enrique Krauze, autor de un demoledor ensayo de 2006 titulado “El mesías tropical” y quien ahora tiene un lugar recurrente en la conferencia Mañanera de López Obrador. Ingeniero e historiador, Krauze lo ha definido como un caudillo latinoamericano. El mandatario, a su vez, le endilga una cercanía con el “PRIAN”, un neologismo inventado por López Obrador para referirse al gatopardismo del PRI y el PAN. Krauze ha rechazado ser entrevistado para este texto. “AMLO me considera un enemigo personal, me ha atacado, calumniado, difamado e insultado 400 veces en su conferencia. Pero yo no soy el enemigo que él imagina”, ha dicho por mensaje de WhatsApp. El autor, sin embargo, defiende que ha sido crítico de los presidentes de cualquier partido desde hace cinco décadas, y apunta: “Lo que escribí de él me parece que es vigente. Mi visión es la misma”.
En el texto, Krauze contaba un encuentro con López Obrador en su despacho de jefe de Gobierno de la capital. El historiador le preguntó el porqué de su renuencia a viajar fuera del país para aprender de la cultura política de otros sitios (se especulaba que no tenía ni pasaporte). “Hay que concentrarse en México. Para mí, la mejor política exterior es la buena política interior”, le dijo el mandatario. Krauze reflexiona: “Era obvio que el mundo lo tenía sin cuidado. Su mundo era México”. Como presidente, solo una vez hizo una visita oficial a Estados Unidos, el principal socio comercial de México, y a Chile, en un aniversario del golpe militar contra Salvador Allende, a quien admira.
El tesón
López Obrador ha mostrado ser un político extremadamente localista, aunque no estático. Presume de ser el único mexicano que ha visitado los 2.500 municipios del país, muchos en más de una ocasión. Los periodistas que han cubierto alguna de sus tres campañas presidenciales saben que el dirigente agendaba hasta seis eventos diarios y que se desplazaba por carretera —como copiloto— a velocidades peligrosas. “Se conoce algunos territorios mejor que algunos gobernadores”, dice Zepeda. “Su populismo”, añade, “se alimenta de algo real, no impostado”.
No sabe inglés ni otro idioma. En cambio, hace gala de su acento tabasqueño. Cuando habla en asambleas, ante sus bases, pone las eses donde no van (“comistes”, “llegastes”, “dijistes”), y usa refranes y modos populares, buscando que sus simpatizantes piensen que tienen un presidente que no solo habla en su nombre, sino como ellos. Puede ser beligerante o conciliador en sus discursos hacia los empresarios, según si los considera aliados o adversarios. No tiene en la misma estima al magnate Carlos Slim que al magnate Ricardo Salinas Pliego, pero con ambos puede sentarse a cenar. “Es un orador nato. Ejerce un tono y una idea según sea el destinatario”, sostiene Zepeda. Bejarano añade: “En lo privado, es un hombre más bien taciturno, reflexivo, sumergido en sus pensamientos. Sin embargo, en público, ante las masas, se transforma: se vuelve suelto, enérgico, vibrante, y despliega toda la fuerza de su carisma”.
Tiene un tesón incansable, que le ha servido a lo largo de tres décadas para ser dirigente, funcionario, candidato mitinero y, finalmente, un presidente que despierta a las 4.45 de la mañana y duerme a medianoche. Desde sus dos Éxodos a la capital hasta la marcha que encabezó en 2022 entre miles de personas ya como mandatario, cuando quiso mostrar su músculo político a “los conservadores”. Desde el campamento que mantuvo en el Paseo de la Reforma durante 47 días en 2006 hasta sus conferencias Mañaneras que duran tres horas y en las que nunca se sienta ni toma agua. Ese ritmo le provocó un infarto al miocardio en 2013, a raíz del cual dejó de fumar. El año pasado sufrió un desmayo, que desató especulaciones sobre su capacidad para conducir al país. “Me han dado por muerto varias veces”, dijo entonces el presidente.
“El poder lo goza, lo disfruta, pero también lo sufre. Se entrega a fondo y eso tiene costos personales y familiares”, apunta Graco Ramírez. López Obrador contó recientemente cómo sus hijos, de niños, le reclamaban porque él no podía llevarlos al circo en Tabasco por estar “en la lucha”. En 2003, su esposa Rocío murió de lupus. Él volvió a casarse, con la académica Beatriz Gutiérrez, y tuvo un cuarto hijo, bautizado Jesús Ernesto, un homenaje a Cristo y al Che Guevara.
El quiebre espiritual
Los allegados de López Obrador advierten un antes y un después en su carácter tras la primera elección presidencial a la que se presentó como candidato. Era mandatario de Ciudad de México y se perfilaba como el candidato del PRD al Ejecutivo. Para entonces ya había consolidado tal influencia que había desplazado a Cárdenas como líder espiritual del movimiento izquierdista. En 2005, el Gobierno federal, encabezado por Fox, intentó llevarlo a la cárcel por un pleito administrativo. En realidad, se trataba de un plan para descarrilarlo de la contienda presidencial que vendría un año después. Finalmente pudo llegar a la boleta, pero perdió por un apretado margen del 0,5% ante Felipe Calderón.
López Obrador denunció un fraude y en una asamblea ante sus bases tomó la decisión de instalar un campamento en Paseo de la Reforma, una de las avenidas más importantes de México. El dirigente estaba convencido de haber visto el verdadero rostro del régimen, una maquinaria dispuesta a encarcelar a un opositor y, en última instancia, a manipular una elección con tal de no permitir el cambio democrático. Nunca pisó la cárcel, pero ha dicho que ir a parar allí “es un honor cuando se lucha por la justicia”. “[En la elección de 2006] él entendió que el sistema no puede ser vencido con las reglas del propio sistema”, anota Zepeda. Sus excolaboradores, si bien no niegan esa realidad, apuntan que López Obrador cometió en su campaña errores tácticos desde la cresta de la vanidad.
El entonces candidato perredista llegó a estar 16 puntos arriba de Calderón en los sondeos. Graco Ramírez señala que en ese punto su capacidad de escucha se fue reduciendo. “A medida que crecía en las encuestas, aumentaba una actitud de soberbia muy grande”, dice. “No quiso reunirse con los empresarios del norte, con los gobernadores ni con los militares. Recuerdo que los militares pedían una reunión con el candidato favorito. Incluso [el presidente] Fox fue el mediador. Su respuesta fue: ‘No voy a ir yo a verlos. Ellos tendrán que venir a pedírmelo”, evoca Ramírez.
El periodista Emiliano Ruiz Parra cuenta otra anécdota que retrata la misma actitud de excesiva confianza. El día de la elección, los reporteros de la fuente que cubrían al candidato le pidieron espacio para ir a votar a sus colegios electorales. Él no los dejó. “Relajado, López Obrador no contestó de inmediato. Con el dedo índice de la mano derecha empezó a contar a los reporteros: ‘uno, dos, tres, cuatro, cinco… 22, 23, 24′ hasta que nos recorrió a todos: ‘24 votos menos, no importa”, rememora Parra. Al final, el candidato perredista perdió por tan poco margen que, en efecto, cada sufragio importaba.
En esa elección, López Obrador fue objeto de una virulenta campaña mediática que lo calificaba de “un peligro para México”. Así que hubo que tejer fino con los hombres del dinero. El exdirigente del PRD Agustín Basave le ayudó a reunirse con los empresarios del norte rico del país, a los que había que convencer de que “no era un radical”. Basave recuerda de sus viajes juntos por Nuevo León a “un hombre con mucho sentido del humor. Se sabía todas las anécdotas de la vieja guardia priista”. Aunque también resalta que a veces era muy parco. “Escuchaba, pero no hablaba. Era más bien lacónico en las distancias cortas. Yo hasta pensaba que estaba enojado conmigo. Pero pregunté a los que lo conocían más y me dijeron que así era él. Sin embargo, cuando se subía al escenario para un mitin, se transformaba absolutamente”, describe.
Ya montado en el plantón en Reforma, hubo una reunión en su tienda de campaña con su grupo de asesores. Todos le decían que estaba haciendo lo correcto con el plantón y el bloqueo. Solo Basave fue la voz disidente. “Le digo que le va a costar caro, que la gente no lo va a entender y lo van a castigar electoralmente en el futuro”, evoca Basave. López Obrador siguió dando el turno de palabra al resto, sin inmutarse. Al final, el dirigente siguió con su plan del campamento. Bejarano concede que “es un líder que sabe escuchar, aunque no siempre es fácil discutir con él; cuando cree firmemente en algo, rara vez cambia de opinión”. No solo puede ser inflexible. También recurre a desplantes de autoridad. “En una ocasión, cuando intentaba reflexionar en voz alta sobre algunos escenarios posibles, experimenté una interrupción abrupta que cortó mi discurso. Pero no era la norma”, dice el mismo Bejarano.
Cuando levantó el campamento de Reforma, López Obrador llenó el Zócalo capitalino y allí fue aclamado como “presidente legítimo”. Vistió una banda presidencial, juró al cargo, formó un gabinete y asignó tareas a la militancia. Los diarios de la época ironizaban con el hecho de que México tenía dos presidentes. Graco Ramírez considera que la derrota electoral le dejó “una marca muy profunda que agrandó su rencor”. Bejarano afirma que se volvió más radical, “no en el sentido destructivo de la palabra, sino más firme en su lucha por lo que considera justo”. Pablo Gómez encuentra que López Obrador fortaleció su creencia de que el principal problema de México es la corrupción política: “Entiende que la democracia mexicana no es viable sobre la base del Estado corrupto. La corrupción se convirtió en uno de los pilares fundamentales de la gobernanza, entonces había que centrar la acción política para destruirla”.
La travesía en el desierto
López Obrador volvió a ser candidato por el PRD en 2012. Esta vez fue vencido por Enrique Peña Nieto, el abanderado del PRI, que regresaba al poder después de dos gobiernos panistas. Él acusó nuevamente un fraude electoral. A la postre, años después, se confirmó que los tentáculos corruptores de Odebrecht habían penetrado la campaña priista. Aunque no hubo consecuencias para el PRI ni para Peña Nieto, el tiempo le dio la razón al dirigente izquierdista, a quien ya muchos consideraban un político testarudo, reacio a reconocer la derrota, obsesionado con el poder.
Tras la elección de ese año, volvió a reunir a sus bases en el Zócalo, pero ya algo había cambiado en él: atravesó “días de desolación, desaliento y depresión”, y valoró anunciar su retiro de la política, según contó en su autobiografía Esto soy. Había esbozado un discurso de despedida, que finalmente no dio. Esto iba a decir: “Quise ser como [Benito] Juárez, como [Francisco I.] Madero, como el general [Lázaro] Cárdenas, y no pude o no quiso la gente. Voy a luchar toda mi vida por mis ideales, pero ya no volveré a ser candidato a nada; me retiro como dirigente político. Y va a ser para mí un motivo de orgullo el poder decir a mis adversarios: ‘¿Ya ven? No soy un ambicioso vulgar, no estoy obsesionado con ser presidente”.
Pero no se retiró. En cambio, rompió con el PRD, después de que su dirigencia pactara con el PRI de Peña Nieto un cúmulo de reformas constitucionales, la principal, la energética, que permitía a los inversionistas extranjeros explotar el petróleo mexicano, uno de los temas que más encienden el nacionalismo de López Obrador. Este se lanzó a la conformación de Morena, el partido que lo llevaría a la presidencia en 2018.
Fue una travesía en el desierto. Durante cinco años visitó poblados recónditos, en sierras, planicies, selvas y desiertos; calurosos o fríos, áridos o húmedos; muchos con comunidades indígenas y campesinas, otros más bien tierras fantasma, de migrantes o desaparecidos. A veces iban a escucharlo a sus asambleas 50, 100 personas. Pero él siguió haciendo esa micropolítica en el México profundo, yendo al encuentro de los olvidados, que no olvidan, que son memoriosos y siempre recordarían a aquel que fue adonde nadie iba.
¿Y quién era aquel? Un político que hablaba parecido, que vestía ropas baratas y llevaba zapatos desgastados. Admirador de Juárez, que estableció que un político debía vivir en la justa medianía, López Obrador proclama no ser dueño de nada. Técnicamente ahora es cierto. En una época fue propietario de dos departamentos en Ciudad de México y de tres casas y un terreno en Tabasco, además del rancho de Palenque (Chiapas) en el que planea jubilarse, llamado, jocosamente, La Chingada. Todo, sin embargo, lo ha heredado a sus cuatro hijos a lo largo de los años. En el caso de La Chingada, acordó con ellos que le permitieran vivir allí hasta su muerte.
“Aspira a ser recordado como un héroe nacional, le gusta esa épica del sacrificio por una causa. No tiene apenas veleidades mundanas”, observa Graco Ramírez. La radical austeridad del dirigente, que en sus años como opositor declaraba no poseer siquiera cuentas bancarias, levantó durante años la pregunta: “¿De qué vive López Obrador?”, y vinieron especulaciones de que triangulaba gastos a través de sus aliados de mayor confianza, lo que podía constituir un delito fiscal y electoral. En una ocasión, siendo presidente, mostró su billetera y de ella sacó un billete de 200 pesos, para hacer constar su desprecio por el dinero y la ostentación. Ha actuado como látigo moral y ejercido de abad del templo de la política, que define como un “noble oficio” corrompido por funcionarios sin principios.
Aunque proyecta una imagen personal de sencillez franciscana, no renuncia, sin embargo, a los símbolos del poder. Decidió mudar la residencia oficial al imponente Palacio Nacional, donde vivió Juárez. Y si bien puso a la venta el avión presidencial, que consideraba “faraónico”, para sus traslados oficiales utiliza las aeronaves de las Fuerzas Armadas. “A diferencia de Pepe Mujica, a quien la parafernalia del poder le parece una hipocresía, López Obrador se desvive por los códigos de la investidura presidencial: los honores militares, la bandera, los actos protocolarios”, observa Zepeda.
De opositor a gobernante
En México hay varios problemas de los que López Obrador culpa exclusivamente a los gobiernos anteriores, sin reconocer él mismo un ápice de responsabilidad: el atraso educativo, la devastación del sistema de salud o la crisis de violencia, por la que cada año mueren más de 30.000 personas. Zepeda considera que el mandatario despliega una lógica cercana a la infalibilidad papal: “Digamos que el presidente mexicano nunca se puede equivocar”.
En otros aspectos, López Obrador ha tenido indiscutibles aciertos, como en el aumento al salario mínimo y en el fortalecimiento de los programas sociales, especialmente entre ancianos y jóvenes, lo que ha contribuido a una reducción histórica de la pobreza. Al mismo tiempo, a falta de una reforma fiscal progresiva, los hombres más ricos del país aumentaron su fortuna durante su Administración, favorecidos también por una ortodoxia macroeconómica –control de deuda, déficit, gasto público– muy alejada de sus ardorosos discursos izquierdistas López Obrador no ve en esto un problema, sino la demostración de que a todos les ha ido bien en su Gobierno. Otros que aumentaron su poder, no económico sino político, fueron los militares, a quienes el presidente dio cada vez más atribuciones en la función pública, más allá de la seguridad.
Para López Obrador, el mayor de sus logros es cultural: que los mexicanos están más politizados, más avezados, menos propensos a caer en engaños politiqueros. En el sexenio no solo ha ejercido de presidente: nunca dejó atrás la faceta de dirigente de partido. Cuando estaba en curso el proceso interno de Morena para definir la candidatura presidencial, tomó personalmente las riendas de la sucesión: intervino para evitar rupturas entre los aspirantes y los comprometió a firmar acuerdos. Durante la campaña, desde la conferencia Mañanera cargó el juego a favor de Sheinbaum, entonces candidata morenista, y atacó a la oposición.
Después de la elección intermedia de 2021, en que su partido recibió un varapalo y perdió la mayoría en el Congreso, López Obrador se puso con la tarea de reforzar las filas morenistas. Se dio cuenta de que su movimiento había quedado desprotegido, de que los liderazgos, aupados a la popularidad presidencial, se habían echado a dormir. Él mismo comenzó a persuadir a gobernadores de oposición para que se uniesen a su causa política, con miras a 2024. Lo hizo al menos con dos mandatarios locales, uno del PAN, Javier Corral, y otro del PRI, Alejandro Murat. Corral cuenta: “Me dijo que él necesitaba un cuadro como yo. Dijo: ‘Tú entiendes nuestro proyecto incluso más que muchos de los que están en Morena’. Le dije que sí, pero que teníamos diferencias. Me dijo: ‘Pero tenemos más coincidencias, lo que pasa es que tú enfatizas las diferencias”.
Desde la Mañanera, o desde los actos oficiales en las plazas públicas, o desde sus libros, López Obrador ha mostrado cuál es el corazón de su idea de la política: que es mejor decantarse por la resistencia pacífica y no por la lucha armada, y que para lograr cambios profundos se debe apostar por los pobres, porque ellos “no suelen traicionar” y “son más sinceros, leales, menos exigentes”. Por eso, también ha hecho veladas críticas a otros dirigentes latinoamericanos que, a su juicio, han “zigzagueado”, han virado al centro. Una anécdota de sus tiempos como opositor lo retrata, según Graco Ramírez: “Me decía: ‘Yo no voy a ser como Felipe González o como Lula da Silva. Yo no voy a hacer concesiones. Voy a hacer que prevalezcan los intereses de los pobres sin mayor mediación”, recuerda su antiguo amigo.
En su tierra, Tepetitán, López Obrador ya triunfó. “Muchos de los que lucharon con él se quedaron a la mitad del camino, ya murieron, pero otros seguimos aquí luchando con él”, dice Lenin Oseguera, de 79 años, que caminó con López Obrador en sus Éxodos. Los surcos en su cara tostada hacen pensar en quien atraviesa tierras arrasadas, la vida misma de un campesino. “Yo tenía un tío que oraba por él, ese pobre, en bicicleta o a pie repartía folletos. No lo vio ganar. Andrés Manuel es el ídolo de la gente jodida, amigo de los pobres. Yo le agradezco mucho porque le abrió la mente a gente como nosotros”, añade. Se ha dicho que López Obrador mide el tiempo, no en horas, sino en décadas. Él ha asegurado que se marcha con la conciencia tranquila. En su último libro dejó asentado: “Si hice bien o no, la historia lo dirá”.
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