Andrés Manuel López Obrador cambió a México. Es algo en lo que todos podemos coincidir, aunque seguramente disentimos sobre el resultado de tal cambio. Imposible hacer la valoración pormenorizada de un sexenio en la brevedad de un espacio como este, entre otras cosas porque se trata de una administración cruzada por claroscuros, según el tema que se aborde. Incluso al interior de algunos de ellos el balance es ambiguo: el desempeño de la 4T respecto a la pandemia, por ejemplo, que resultaría cuestionable en materia de políticas de prevención, pero relativamente exitosa en lo que toca a campañas de vacunación. Lo mismo podría decirse respecto a las finanzas, la seguridad o la obra pública (muchas personas tendrían dudas sobre el Tren Maya, pero hay consenso sobre la necesidad del Corredor Interoceánico del Istmo).
En ese sentido la valoración tendría que hacerse mirando al bosque y no al estado de algunos de los árboles que lo integran, porque encontraremos de todo. En última instancia el juicio de la historia resultará de la ruta que siga el país tras el giro de timón que imprimió López Obrador. Por lo pronto, solo podemos especular sobre los cambios duraderos y estructurales de los tiempos que hoy estamos viviendo.
Incluso los críticos conceden que la 4T favoreció a los sectores populares al sacar a 5 millones de mexicanos de la pobreza. “Un detalle favorable” en medio de un sexenio de desaciertos; en su opinión dinamitó a las instituciones democráticas y envenenó el clima de negocios y, por ende, el bienestar de todos. Los pobres habrían recibido una “manita de gato” pero a costa del país en su conjunto.
Pero detengámonos en “el detalle”. Para López Obrador ese era el principio y el fin del mandato recibido en las urnas y, en última instancia, el motor de su biografía: “primero los pobres”. Muchos coincidimos con esta premisa, categórica y prioritaria. Otros no. Y ese es el punto decisivo para la verdadera valoración del sexenio. Cuán importante sea “el detalle”.
Además de las razones éticas que obligarían a esta mirada a los dejados atrás, hay quienes estamos convencidos de que se trataba de una agenda impostergable para evitar el posible abismo al que nos precipitábamos. Las élites no parecen darse cuenta de que el modelo se encontraba en una crisis y el sistema político había llegado al final del camino. Con 56 por ciento de la población trabajadora en la economía informal y casi la mitad de los mexicanos en la pobreza o la extrema pobreza, la legitimidad del sistema hacía agua. La exigencia del cambio iba a surgir por una vía u otra, y por fortuna encontró una salida en las urnas. Las mayorías votaron por un cambio que les favorece y eligieron a López Obrador. Este cumplió. Podemos cuestionar los detalles y a toro pasado considerar que algunas cosas pudieron hacerse diferente y otras, de plano, evitarse. Pero el Presidente consiguió desplazar algunos grados la enorme maquinaria impuesta por el sistema y las lógicas de mercado favorecedoras del reparto diferenciado y de la desigualdad social. La mejoría del poder adquisitivo de “los de abajo” se logró por una combinación de medidas que están a la vista: un incremento sustantivo a los salarios mínimos castigados durante décadas, la enorme derrama social, la mejoría en los derechos laborales, el fin del outsourcing violador de prestaciones, entre otros.
Se dice rápido, pero eso favoreció la vida de millones de personas con las que estábamos obligados tras un largo abandono. Más aún, desde la perspectiva de riesgos de inestabilidad, necesitábamos ese giro pendular incluso para conveniencia de la parte más próspera. Con su verbo incendiario López Obrador crispó el ambiente mediático y la conversación pública, pero con sus medidas distributivas y sus habilidades políticas en realidad cohesionó la vida institucional.
Examinemos un momento ese punto. En 2018 el sistema político tradicional había perdido la conexión con los sectores populares; el riesgo de desvinculación de la población con el entramado institucional es el primer paso para la inestabilidad, porque cada grupo resuelve su agravio confrontándose con el sistema (bloqueos, por ejemplo). Hoy el gobierno tiene niveles de aprobación cercanos a los dos tercios; no solo eso, quienes lo apoyan son los que tienen más razones para quejarse del sistema. En este momento México es uno de los pocos países en el que la mayoría de su población apoya al gobierno. Y eso no es poca cosa.
Con frecuencia en este espacio he usado la metáfora de López Obrador como un guía que se retiró del camino principal, cuyo derrotero era peligroso, y abrió brecha entre la maleza a empellones y jalones que, en muchas ocasiones, no resultaron ni limpios ni elegantes. Pero nunca perdió de vista la paralela del camino. No arriesgó la estabilidad financiera ni el extravío; ni el derrumbe del peso, ni el endeudamiento crónico o el desplome productivo. Le dio a los de abajo sin quitarle significativamente a los de arriba. Simplemente se aseguró, como pudo, que el sistema incorporara a su ADN una mirada permanente e irreversible en favor de los pobres. Y lo hizo, a empellones también, con sus cambios constitucionales y sus mayoriteos, pero siempre en el contexto del orden legal, por más que una y otra vez lo interpretara a su favor. Operó con las triquiñuelas del sistema para arrebatarle espacios y poderes que favorecieron a su visión de país. Una visión que podemos o no compartir en los matices, pero que apunta en favor de las mayorías.
En 2018 el México profundo eligió a uno de los suyos o, por lo menos, a uno que habla en su nombre y desde sus agravios. Está claro que ni los modos ni el estilo iban a ser del gusto de los beneficiarios de la ruta anterior. López Obrador gobernó en favor de las mayorías y en esencia les cumplió. En el proceso tampoco es que haya destruido el sistema ni mucho menos, por más incordios y molestias que esto haya ocasionado. La imposición de su voluntad personal, las alianzas vergonzantes, los atajos inapelables, son recursos que él asume como una exigencia para vencer las muchas resistencias. Imposible saber si en verdad eran inevitables, pero lo cierto es que consiguió su improbable objetivo.
El sexenio de Claudia Sheinbaum será una versión más modernizada, menos intuitiva y más profesional. La situación del país es otra que en 2018, hay una curva de aprendizaje en la 4T y se trata de mandatarios distintos. No se apartará del sendero abierto por López Obrador aunque buscará pavimentarlo, acotarlo, hacerlo fluido. Pero lo que hizo este personaje es un hito histórico; un giro de timón que urgía para evitar un destino inviable, lo que siga dependerá de muchas cosas. Por lo pronto, este hombre arrebatado, de fobias y filias, certezas profundas e intuiciones polémicas, cumplió con su misión central y la cruzada de su vida, pese a obstáculos y resistencias. Hay una ruta trazada, llevar el barco a buen puerto y mejorar la navegación será tarea de su relevo.
Corrección: La semana pasada, en este espacio, señalé que Andrés López Beltrán, Andy, hijo del presidente López Obrador, había estudiado una maestría en Harvard. No fue así. Una disculpa, tomé como bueno el dato de una fuente periodística internacional.