Si la pesadilla que vaticinan en el mundo por las reformas constitucionales se materializa, el legado de López Obrador se habrá truncado y él mismo lo habrá enterrado.
Tanto poder acumuló Andrés Manuel López Obrador durante su presidencia, para que a tres semanas y media de llegar al final de su mandato lo esté usando para destruir lo logrado. No parece el acto de un hombre inteligente, sino de alguien sordo y ciego que ante las diarias llamadas de atención y advertencias sobre las potenciales consecuencias por sus reformas constitucionales a chaleco, responde con frivolidades y descalificándolas con su inamovible alegato de que todo obedece a que los poderosos quieren mantener la corrupción y sus privilegios.
Las advertencias aparecen cada día, como desde hace casi dos meses, aceleradas por la reforma al Poder Judicial que se ha convertido en su piedra de toque, y que de ser una estrategia electoral en febrero, enmarcada en el llamado plan C –convencido de que nunca pasaría–, se volvió una realidad tras los resultados de la elección del 2 de junio. Ahí comenzó lo que hoy niega.
Desde su victoria en las elecciones presidenciales que le dio la mayoría calificada en el Congreso y lo colocó a milímetros de alcanzarla en el Senado, comenzó su apresurada carrera hacia el despeñadero, pensando en su trascendencia histórica –su legado, como dice–, sin tomar en cuenta que México no es una isla y que sus acciones tendrían consecuencias internacionales. La primera, por inmediata, la depreciación del peso: el viernes 31 de mayo, dos días antes de la elección, el tipo de cambio cerró en 16.69 pesos por dólar; tras la aprobación en la Cámara de Diputados de la reforma judicial, el peso llegó ayer a 19.95 unidades por dólar.
Lo que está sucediendo en México ha sido motivo de interés en el exterior por tratarse de un miembro del acuerdo comercial norteamericano –el mercado económico más poderoso del mundo– y del principal socio comercial de Estados Unidos. La reforma judicial junto con la desaparición de los órganos autónomos, cuya iniciativa se encuentra en la cocina legislativa, ponen en riesgo los acuerdos con Estados Unidos y Canadá, pero también impactan el acuerdo comercial con la Unión Europea, no sólo por potenciales violaciones comerciales, sino por socavar las cláusulas democráticas.
López Obrador y su pupila, la presidenta electa Claudia Sheinbaum, han rechazado estos señalamientos. Por el contrario, según Sheinbaum, habrá mayor certidumbre jurídica y democracia. Quién sabe si lo crea, pero ya está en el terreno de donde lo que piense es menos importante que lo que haga. Sheinbaum es una convencida, ideológica y políticamente, del proyecto de López Obrador, pero a diferencia de él –quizá porque no tiene su fuerza–, se había mostrado pragmática en diversas reuniones con empresarios e inversionistas antes y después de la elección, donde les garantizó que las cosas serían diferentes una vez que llegara a la Presidencia.
Probablemente no les mintió, pero deben estar viendo que está completamente acotada por el Presidente.
López Obrador está aprovechando el tiempo que le queda en Palacio Nacional para instalar un gobierno en la sombra, pero con los dientes que carecen los llamados shadow cabinet en algunos países industrializados, donde la oposición establece un grupo-espejo de las acciones del gobierno para vigilarlo, que quiso hacer él sin éxito en 2006, tras su derrota en las elecciones presidenciales, con el llamado ‘gabinete legítimo’.
Su peso específico transexenal se sigue ampliando mucho más allá del gabinete legal. El domingo, cuando la secretaria de Gobernación, Luisa María Alcalde, entregó el sexto Informe de Gobierno en el Congreso, utilizó el micrófono durante ocho minutos para hacer una arenga de apoyo a López Obrador, totalmente fuera de lugar. Pero Alcalde, que decidió el Presidente que sería la próxima dirigente de Morena, no estaba hablando como la líder del partido que acompañará a la próxima presidenta, sino al actual, mostrándole que no se había equivocado al escogerla y que podría ser la continuidad de su legado en 2030.
Ricardo Monreal, a quien designó López Obrador coordinador de la bancada de Morena en el Congreso durante los primeros tres años de gobierno de Sheinbaum, hizo lo mismo el martes al defender la reforma judicial. No hizo un discurso parlamentario, sino que habló como si estuviera en un mitin, y al igual que Alcalde con López Obrador como destinatario principal, buscó decirle que tampoco se había equivocado con él, a quien redimió tras una plática en Palacio Nacional hace casi año y medio, donde entró rebelde y salió domesticado.
Con la disposición de los aliados de Morena, el Partido del Trabajo y el Verde, Monreal y Adán Augusto López, nombrado por López Obrador como coordinador de la bancada en el Senado, tendrán las presidencias de las juntas de Coordinación Política de sus respectivas cámaras por tres y seis años, lo que duran sus mandatos, que es una decisión altamente significativa. Las juntas controlan políticamente las cámaras, deciden la agenda, los tiempos, los asuntos, la distribución de comisiones y, sobre todo, el presupuesto. El cargo es por un año, pero al prolongárselos, su poder se amplía y reduce la capacidad de maniobra de Sheinbaum para hacer política parlamentaria, porque los coordinadores no le responden a ella, sino a López Obrador, y los asuntos que priorizarán –utilizando el dinero en sus cajas– serán los de él, no los de ella.
López Obrador no está tratando a Sheinbaum como su sucesora, sino como la administradora del gobierno entrante. Las acciones que ha emprendido para amarrarla dificultan cualquier giro de Sheinbaum para actuar pragmáticamente, como ofreció a los inversionistas, que desactiven las bombas que le está prendiendo el Presidente, que provocan ingobernabilidad, amenazan el acuerdo comercial norteamericano –motor de la economía– y la llegada de capitales para el desarrollo y para cumplir con los compromisos que le etiquetó López Obrador.
Es una paradoja caprichosa la que vive. Si la pesadilla que vaticinan en el mundo por las reformas constitucionales se materializa, el legado de López Obrador se habrá truncado y él mismo lo habrá enterrado. Sheinbaum, que no es su enemiga sino su mejor aliada, quizá, en el caso extremo de que se empiece a cumplir la profecía autorrealizable, tenga que sacrificar a Andrés Manuel para salvar al obradorismo de la destrucción.