Lo que sí genera un daño a los mexicanos es que López Obrador mienta y desinforme, pero lo hace para que no perder el consenso y mantener el apoyo para su reforma judicial.
Como lo hizo con España y Perú, el presidente Andrés Manuel López Obrador puso en pausa la relación con Estados Unidos y Canadá. Tan ridículas las primeras –porque lo único que detuvo fue su comunicación personal– como las segundas, aunque éstas todavía fueron más allá, porque no lo hizo con los gobiernos de Joe Biden y Justin Trudeau, sino que la personalizó en las oficinas que encabezan los embajadores Ken Salazar y Graeme Clark. No quiere saber nada de ellos, por ahora, pero más allá, business as usual.
López Obrador reconoce sus alcances y conoce a su gente. Su mensaje a la gradería busca que le aplauda y juntos enarbolen el estandarte nacional, con un nacionalismo cosmético que convenientemente evade el fondo, porque si estuviera hablando desde la indignación de un jefe de Estado que piensa que agredieron al país y no solamente que le llevaron la contraria a sus deseos, la intromisión en los asuntos internos de México, que a su parecer cometieron los embajadores, sería suficiente motivo para declararlos personas non gratas.
Obviamente, eso, no va a suceder.
Sin embargo, mostró lo que es: un neófito en las relaciones internacionales y un chivo en la cristalería del mundo con una prolija locuacidad de pandillero. López Obrador, que se ha metido en los asuntos internos de otras naciones –Argentina, Bolivia, Ecuador, Israel o Estados Unidos, por mencionar algunas–, se siente agraviado porque los gobiernos de Biden y Trudeau, con quienes tiene firmado un acuerdo comercial, advirtieron que la reforma al Poder Judicial violaba sus compromisos, insultando de paso a Canadá, al sugerir que, por sumarse a la queja, no porque tuviera una preocupación legítima, era un “Estado asociado” estadounidense.
Pero el no comer fuego, tampoco significa que no está jugando con fuego con su determinación de sacar adelante una reforma judicial que día a día va sumando críticas en México y en el mundo, con consecuencias directas sobre la economía. López Obrador, que sí entiende lo que pasa, hizo un andresmanuelazo: negó que la depreciación en el tipo de cambio tuviera que ver con la reforma judicial y siguió descuidando sus palabras. En las gráficas de los mercados de divisas se aprecia que cuando habló de la “pausa” con las embajadas norteamericanas provocó una brusca caída ante el dólar, que a media mañana había roto el techo de las 20 unidades en el mercado interbancario y llegó a cotizarse en la venta en ventanilla a 20.14 por dólar.
López Obrador se va a tratar de sacudir el hecho de que lo que hace y dice sí está teniendo efectos contraproducentes para los días restantes de su sexenio, y para al menos el arranque de la próxima administración de Claudia Sheinbaum. No sería tan grave ni causaría daño real al país el que denuncie lo que quiera, que invente enemigos para buscar cohesión, que ataque a quienes odia para desviar las miradas y que grite y sermonee desde el atril de Palacio, porque no pasa del discurso. Lo que sí genera un daño a los mexicanos es que mienta y desinforme, pero lo hace para que no perder el consenso y mantener el apoyo para su reforma judicial.
Es el caso de su crítica a las calificadoras, que si bien es cierto que su papel en el mundo no ha sido lo más honorable ni certero –ya provocaron en este siglo una crisis financiera mundial por su complacencia con el exceso de bonos chatarra, que llevó a la recesión en 2007-2008–, como ha sucedido en la forma como han ido retrasando una baja en la calificación del grado de inversión de Pemex, que llevaría a una reducción en el grado de inversión soberano, siguen siendo quienes marcan la pauta a los inversionistas. López Obrador dijo que “no hay que tomarlas en serio”, porque no dijeron nada cuando se condonaban impuestos a las grandes empresas, a los bancos y a las corporaciones, lo que generaba una fuga de capitales.
El Presidente se refería, sin mencionarlas por nombre, a Moody’s y a Fitch Ratings, que han expresado en los últimos días críticas a la reforma judicial, y planteando escenarios negativos en caso de que se apruebe. Pero los elementos para descalificarlas no tienen que ver con el trabajo que hacen, ni son los datos que revisan para hacer sus evaluaciones. Tampoco es correcto, como dijo, que no afectaría a México porque su economía es muy fuerte. Si las calificadoras bajan su grado de inversión, las posibilidades de acceder a recursos en los mercados se limitan y se encarecen porque se eleva el costo por el riesgo país. En otros casos, como es el de varios de los más grandes fondos de inversión, tienen como política sacar su dinero de un país que no tiene el grado de inversión.
López Obrador, como siempre, está doblando la apuesta y apurando a que la reforma judicial no se atore y se apruebe en el Congreso en los primeros días de septiembre. De ahí quisiera que casi en automático se aprobara en el Senado para enviarla a los Congresos locales en el país, donde se necesita la aceptación de la mitad, más uno, de las legislaturas, con lo cual podría firmar la ley y publicarla en el Diario Oficial de la Federación. Hasta hoy, el plan no tiene alternativas, sin importarle las crecientes críticas y protestas contra la reforma judicial, como ayer, que a la condena que hicieron dentro de la Suprema Corte sus trabajadores, se sumó una carta de la Asociación Internacional de Jueces y una declaración de varios de los principales miembros del Comité de Relaciones Exteriores del Senado de Estados Unidos.
El Presidente cree que todo es contra él, y su narcicismo no le permite ver que el temor se centra en que la reforma judicial cancele la certidumbre jurídica en la duodécima economía más grande del mundo, que también es una de las tres patas del principal mercado comercial del mundo, que es a lo que están reaccionando gobiernos, políticos, organizaciones internacionales y mercados.