El presidente López Obrador ya sabe que el gobierno de Estados Unidos no le va a dar información de calidad. Le están dando retazos de datos salpicados de burla.
Casi se cumple un mes de la captura y extracción de Ismael el Mayo Zambada y Joaquín Guzmán López de México, y el presidente Andrés Manuel López Obrador sigue en la oscuridad. Pero no se encuentra en la misma situación del 26 de julio, cuando la mañanera se llenó de galimatías al tratar de explicar su ignorancia sobre lo sucedido un día antes, sino que ha escalado para mal. El Presidente se encuentra en un espacio ambivalente.
Por un lado, a la humillación del silencio por parte de Estados Unidos, se ha añadido el desprecio y las señales de hartazgo con él. Por el otro, las investigaciones internas están produciendo más información sobre el involucramiento del gobernador Rubén Rocha Moya con el Cártel del Pacífico/Sinaloa, pese a lo cual López Obrador insiste en una operación de Estado para apoyarlo, arrastrando en ello a la presidenta electa, Claudia Sheinbaum.
López Obrador está girando fuera de su eje desde el mediodía del 25 de julio cuando fue informado de la captura, pero cayó en el desconcierto y la irracionalidad cuando el 10 de agosto se dio a conocer el comunicado de Zambada que involucraba a Rocha Moya con el cártel y el asesinato del diputado federal y su enemigo, Héctor Melesio Cuén. El Presidente creyó que esa carta no tendría impacto porque la había dictado un criminal en problemas, olvidando que él festejó, se regodeó y legitimó las declaraciones de criminales en problemas cuando acusaron al exsecretario de Seguridad Genaro García Luna.
En Palacio Nacional entraron en una crisis de la cual aún no salen, sino al contrario. El Presidente perdió articulación y rumbo en sus decisiones. De manera imprevista López Obrador tomó todo en sus manos. Modificó su gira de trabajo en el norte del país y se fue a Sinaloa para hacer personalmente un control de daños, que incluyó la redacción por parte de su equipo del discurso que pronunció el gobernador para deslindarse del cártel. Sus dos grandes preocupaciones son el tamaño de la protección institucional que podría tener Zambada del gobierno estatal y la posibilidad de que el comunicado del Mayo –insólito de sí, al ser la segunda vez en su vida que recurre a la opinión pública para lanzar mensajes– tuviera como fondo el sentir de una traición del gobierno, que hasta que lo atraparon los estadounidenses había sido laxo, por decir lo menos, con él.
Preocupado por las motivaciones de Zambada –lo que pueda hacer Guzmán López no parece importarle–, López Obrador autorizó que funcionarios de su gobierno cabildearan con diplomáticos estadounidenses –la Cancillería fue excluida torpemente de estos contactos– para pedirle a Washington que lo que pueda decir el Mayo que afecte al gobierno federal lo mantengan en secreto. El gobierno de Joe Biden no tiene ningún incentivo para hacerlo, y como hizo cuando no le informó lo que iba a suceder el 25 de julio, le acaba de mandar un mensaje de hartazgo la semana pasada.
Lo que nunca había hecho el Departamento de Estado cuando López Obrador lo acusaba de financiar a sus grupos opositores en un abierto intervencionismo, ahora sí lo hizo. Le respondió a través de un funcionario menor, el director de la oficina en México de la Agencia para el Desarrollo Internacional, Jene Thomas, quien ante la reciclada denuncia de financiamiento a Mexicanos Contra la Corrupción, le dijo a El Universal que no sabían “por qué siguen hablando de eso”, pues el proyecto con esa ONG terminó casi ocho meses antes de la elección presidencial, a diferencia de otros 39 esquemas de cooperación que tienen con los gobiernos federal y locales “inspirados en ideas”, subrayó, del propio López Obrador. Entre ellos hay un ambicioso programa de salud que comenzó cuando Sheinbaum era jefa de Gobierno de la Ciudad de México, y otra sobre combate al fentanilo con la Secretaría de la Defensa Nacional.
El Presidente no parece haber buscado sólo un distractor, sino darle salida a su furia contra Washington, aunque sin atreverse a llamar a consultas al embajador Ken Salazar –que lo plantó hace unos días– para que personalmente explique al gobierno lo que sólo le ha mandado decir a través de personeros o en un comunicado. La interlocución del Presidente con la administración Biden, que ha ido cayendo progresivamente más de cuatro niveles, bajó un peldaño más.
López Obrador ya sabe que el gobierno de Estados Unidos no le va a dar información de calidad. Le están dando retazos de datos salpicados de burla. La última la reveló Peniley Ramírez en Reforma el sábado pasado al citar a una fuente de la Fiscalía General que le dijo que en la diligencia que realizaron en el aeropuerto Doña Ana, en Nuevo México, donde aterrizó el avión con Zambada y Guzmán López, tan pronto tocó tierra y se detuvo la aeronave, el piloto se echó a correr. Cuando finalmente lo detuvieron, no le tomaron el nombre ni declaraciones. Aceptaron deportarlo, agregó Ramírez, pero no ha sucedido. Lo demás, como describe la misma columnista, es de risa.
Eso es lo que está haciendo el gobierno de Biden con el de López Obrador, burlándose, mientras que en México el problema está escalando por las evidencias crecientes de la vinculación de Rocha Moya no sólo con el Mayo Zambada, sino con Los Chapitos. La aparente estrategia de buscar que todo se centre y termine en la Fiscalía General de Justicia de Sinaloa y que se busque en la exfiscal Sara Bruna Quiñonez al chivo expiatorio no parece que va a poder tener éxito. Para el Presidente, esto hace más complejo su dilema.
Rocha Moya ha estado trabajando con él desde los tiempos del PRD, y López Obrador ha sido explícito en su muy estrecha relación con el gobernador. Rocha Moya no es sólo muy cercano al Presidente sino también, como se ha referido en este espacio, era el enlace con Zambada en temas electorales. De estas complicidades puede derivar la preocupación del Presidente y su descontrol, porque lo que pueda decir Zambada está fuera de sus manos.