Las madres, las tías y las esposas de los cadetes de la Guardia Nacional ahogados en Baja California luchan para que sus nombres no caigan en el olvido pese a los intentos de dar carpetazo al asunto
Erika Rosete / El Páis
Hay muchas formas en las que el cuerpo recibe y anida el dolor. Y las madres mexicanas —pero también las argentinas, las colombianas, las chilenas y dominicanas, y un largo etcétera que recorre Latinoamérica— encarnan uno de los ejemplos de resiliencia más significativos que nos ha dado la historia reciente de la humanidad. Este domingo, mi compañera Georgina Zerega y yo publicamos en EL PAÍS México la historia de siete reclutas de la Guardia Nacional que se ahogaron en una novatada el día en que acababan su formación militar.
Sus madres, sus tías y sus esposas luchan cada día para que sus nombres no caigan en el olvido pese a los intentos del Ejército de dar carpetazo al asunto. Ellas, con su lucha, se han convertido también en un referente para la defensa de los derechos humanos en el país. Obligadas de la noche a la mañana a ser activistas que buscan los cuerpos de sus hijos desaparecidos, o que quieren justicia por los asesinatos de sus hijas, o que reclaman que las investigaciones sobre casos como estos no se cierren como sucede con el 96% de las carpetas en México, según la organización México Evalúa.
Fabiola Lanfar y Rosario Salazar son la madre y la tía de Carlos Lanfar, uno de los siete cadetes que murieron ahogados en el mar de Ensenada, en Baja California, un Estado fronterizo con Estados Unidos, bañado por las turbulentas y violentas aguas del océano Pacífico. Son primas, pero parecen más ser muy buenas amigas, y aunque son distintas de carácter —la primera más expresiva, la segunda con un temperamento tranquilo— hay una complicidad entre ambas que hace que todo a su alrededor se sienta muy familiar, incluso para quienes no pertenecen a su familia. Rosario se ha encargado de coordinar a las madres de los soldados para exigir justicia, es quien saluda por la mañana y escribe un mensaje para que no se den por vencidas, para que no se sientan solas, para que sigan reclamando lo que ella considera justo.
Ella también fue aquella mujer que, días después de la tragedia, se apostó afuera del Palacio Municipal de Ensenada, citó a los medios de comunicación locales y con su voz ronca, fuerte y decidida comenzó a denunciar ante las cámaras todos los abusos, la falta de información y la negligencia que habían descubierto tras la desaparición en el mar de sus hijos. “Estoy aquí para alzar la voz por todos, no solo por mi familiar. Estamos decididos a no dejar esto impune. Ya tienen varios días y varias horas desaparecidos y no nos dicen nada”, decía sin revelar su nombre, en un tono de revancha, y aseguraba en ese momento que, mientras ninguna autoridad le diera la cara a ella o a las demás madres, ella no tenía por qué identificarse.
La versión oficial de lo que sucedió aquel 20 de febrero de 2024, es que unos 207 reclutas del Ejército y Guardia Nacional hacían uno de sus últimos entrenamientos antes de graduarse, cuando, al final de la sesión un teniente coronel les ordenó que entraran al agua y contó regresivamente con voz alta y autoritaria para que lo hicieran de inmediato. Todos ellos tenían puestos sus uniformes, botas, incluso, algunos, todavía tenían las armas atadas a su cuerpo. La mayoría obedeció —porque es precisamente eso lo que les enseñan durante su preparación— otros, los más tímidos, o enfermos o afectados por alguna dolencia física, prefirieron quedarse al margen. No todos sabían nadar.
Eloísa Gaxiola, la madre de Arturo Gaxiola, de 29 años, uno de los fallecidos esa tarde, no entiende todavía cómo una orden así se les dio a cientos de muchachos en una tarde de tormenta como aquella, cuando las autoridades estatales habían emitido una alerta roja de marea alta que servía de advertencia para que ni embarcaciones ni mucho menos personas, se acercaran al mar.
Eloísa recuerda las sensaciones que experimentó su cuerpo a la orilla de esa playa cuando más de 24 horas después, ella y su hijo Jonathan se habían trasladado desde Hermosillo, Sonora, para participar en la búsqueda de Arturo y sus seis compañeros: “Yo me quise meter a ese mar y me llegaba el agua hasta las rodillas. Me sacaron entre mi hijo y unos soldados que estaban ahí y mis pies se me engarrotaron de tan helada el agua, entonces yo pensé: si a mí me pasó esto nomás por meterme en la orilla, qué le habrá pasado a mi hijo cuando estuvo allá adentro”, recuerda.
Cada una de ellas siente alguna culpa: porque lo animó a seguir adelante con su sueño de ser un soldado; porque no insistió en que le contara más sobre la verdad de lo que sucedía al interior de la guarnición militar, o porque no le compró un pastel el día de su último cumpleaños.
María Pérez, madre de Fernando Isaías, de 18 años, todavía mira su móvil en el que guarda las notas de voz de su hijo. Era amoroso y cariñoso con ella, le cantaba canciones y se las enviaba. Pero su hijo nunca le contó lo que sucedía de verdad, como Fernando, Arturo o Michael Wilkinson, quienes preferían no preocupar a su familia. Lo peor que ellos podrían hacer, según han recordado sus propias madres y hermanos, era desertar; abandonar algo que les había costado mucho esfuerzo personal y familiar de conseguir. Ninguno de los siete, por muy lastimados o cansados que se sentían, iba a dejar el entrenamiento.
A estas mujeres se les han sumado otras decenas de madres de soldados desertores, o de mujeres reclutas que dejaron la institución castrense después de ser maltratados, extorsionados, violentados hasta el límite. Después de ser violadas o acosadas. Los testimonios que han proporcionado siempre a petición de anonimato, coinciden en que estos jóvenes y muchachas que salieron por su propio pie del entrenamiento se sumergieron o todavía están pasando por una grave depresión, los que han hablado sobre lo sucedido han demorado meses en hacerlo, muchos no hacían durante las primeras semanas posteriores a su deserción, más que comer y dormir. Y otros tantos, todavía no han podido contar nada.
El padre de uno de los cadetes arrastrados por las olas ese 20 de febrero en Ensenada —médico cirujano militar, ya retirado— contaba que él consideraba que en el Ejército se les enseña a forjar un carácter y disciplina para poder afrontar lo que allá afuera existe. Pero acepta que lo sucedido con su hijo fue una negligencia y que no debería de volver a suceder. Para Rosario Salazar las cosas son todavía más complejas: “Todos nos hemos enfocado en el teniente coronel que dio la orden, pero yo creo que no fue solamente él, son todos los mandos, es un grupo de personas que desafortunadamente han perdido la calidad humana y traen a jovencitos inexpertos, que algunos logran salir y los que salen, salen maleados, peleados con la vida, lastimados”.
No todas las madres tienen las mismas formas de asumir y gestionar una tragedia de esta dimensión. No solo enfrentarse a la muerte de sus hijos, sino a la incertidumbre de todo un aparato de Estado que replica formas de adiestramiento que mantienen al límite no solo el cuerpo de sus reclutas, sino también de sus espíritus y de sus formas de ver y de tratar al mundo exterior, cada vez más ajeno y distante. Estas madres, como otras cientos de miles, han hecho de su dolor una especie de motor que pide justicia, en un país acostumbrado a la impunidad.
Todas ellas están tratando de sobrevivir un día más, esperando que quien sea el responsable de la muerte de sus hijos, no solo sea castigado, sino que personas como él no estén a cargo de grupos de jóvenes que llegan con verdaderas ilusiones de cambiar al mundo, pero consiguen hacer con ellos justamente lo contrario. Ellas no los olvidan, no los olvidemos nosotros.