Este fin de semana un conocido semanario y un diario de circulación nacional publicaron simultáneamente una dura andanada en contra de Manuel Bartlett, director de la CFE, por el presunto enriquecimiento de dos de sus allegados, supuestos prestanombres (su pareja sentimental y su hijo, volveré a ello). El “nado sincronizado” y los escasos y equivocados datos utilizados para la acusación, inflada para ser llevada a nota de ocho, se produce en vísperas del nombramiento del próximo director de esta paraestatal.
Hay un comprensible nerviosismo entre muchos actores económicos. Pemex puede ser motivo de preocupación por razones de estabilidad económica nacional, pero lo que verdaderamente importa a poderosos intereses de la iniciativa privada, nacional y extranjera, es la CFE. No solo porque es la empresa pública de mayor escala en la partida de compras y contrataciones (un presupuesto de cerca de 600 mil millones de pesos anuales), también porque, a diferencia de la explotación petrolera, en la energía eléctrica participaron poderosas corporaciones atraídas por las condiciones leoninas de la reforma peñanietista. Muchos de estos intereses resultaron dañados por la recuperación de la soberanía energética que ha buscado el gobierno de la 4T.
En realidad ese es el fondo. Los gobiernos anteriores partían de la tesis de que el sector público era incapaz de afrontar el crecimiento de la demanda de energía y los retos tecnológicos, lo cual obligaba a la privatización. Esta posición neoliberal puede ser objeto de discusión, el problema es que el aterrizaje fue, como en otras ocasiones, la coartada para hacer negocios turbios. El llamado capitalismo de “cuates”. Consecuentemente, se dejó caer la infraestructura y la operación de las empresas y los servicios del Estado para generar una ineficiencia artificial y una crisis de abastecimiento inminente (como se hizo en hospitales y universidades públicas anteriormente). En la CFE las reformas neoliberales facilitaron la generación de energía privada en condiciones subsidiadas y sumamente desfavorables para la paraestatal. La CFE fue obligada a dar preferencia a la producción de otros, a asumir el pago de consumos garantizados a estos oferentes y a aportar la enorme infraestructura de transmisión y de distribución construida en décadas, sin costo de uso o mantenimiento para los privados. Obvio decir, la rentabilidad de la paraestatal se desplomó, mientras que las empresas eléctricas privadas operan con márgenes de utilidad extraordinarios. La tesis neoliberal se convertía en autoprofecía cumplida.
La CFE de Bartlett logró revertir en buena medida ese argumento. Se rehabilitaron las plantas hidroeléctricas, se volcaron nuevos recursos a la generación y a la red de transmisión, se efectuaron actualizaciones tecnológicas y mejoría de procesos administrativos y financieros. En los últimos meses, la 4T ha podido presumir una empresa con números negros y en firme avance a la modernización integral. El mejor argumento para contradecir la tesis neoliberal que hace de la privatización el único camino viable.
Los ataques a Bartlett constituyen una estrategia para deslegitimar los resultados de la CFE y ensuciarlos con supuestos actos de corrupción. Incapaces de invalidar los números, de lo que se trata es de vender la idea de que, al margen de los resultados, la intervención del Estado entraña inexorablemente corrupción. Aunque inflados y distorsionados, los datos en contra de Bartlett sirven para eso, abollar los éxitos de la CFE y lo hacen buscando el filón más vulnerable de cara a la opinión pública.
Manuel Bartlett es un personaje polémico, un funcionario fiel y eficaz a los gobiernos a los que representó. A fines de los noventa rompió con la corriente tecnócrata del PRI y se vinculó a la oposición; como legislador se especializó en los temas de soberanía energética y terminó coincidiendo con López Obrador en esta lucha. Para sorpresa de muchos, al arranque del sexenio fue elegido para conducir el rescate de la paraestatal. El mandatario habrá juzgado que necesitaba a alguien conocedor del asunto, con capacidades políticas probadas y que estuviera más allá del bien y del mal para resistir las muchas presiones de los poderosos intereses creados. Y, en efecto, el director ha sido implacable en la encomienda recibida. También ha sido implacable la respuesta de los intereses afectados.
Julia Abdala, su pareja sentimental durante cerca de 25 años (aunque nunca han vivido juntos), ha sido acusada de ser su prestanombre. Se trata de una infamia. Debido a su actividad filantrópica en el mundo del arte tuve oportunidad de conocerla desde hace años y advertir que, en esa pareja, la más solvente es ella. Procede de una prominente familia de industriales poblanos textileros del siglo pasado; la propia Julia ha sido una exitosa empresaria en temas como tecnología digital, una actividad que precede su relación con Bartlett. Atribuir las propiedades de la empresaria al funcionario solo puede obedecer a la ignorancia o a la mala fe; o para decirlo en plata pura, a la guerra sucia desatada para impedir la contrarreforma de AMLO. Y, por lo demás, el terreno que le fue regalado y la convierte en dueña de las playas del Caribe, según notas periodísticas, en realidad fue adquirido en 2006. Se encuentra en el monte, lejano a la playa y costó un millón 750 mil pesos, según consta en documentación que los medios no se molestaron en consultar.
La acusación contra León Manuel Bartlett, hijo, es aún más grotesca. Un empresario de mediana edad, sin vínculos con la política, que hace más de 15 años fundó un negocio de suministros de materiales para hospitales, se hizo representante de equipos sofisticados de tecnología médica y prosperó como proveedor de clínicas y hospitales, en su mayoría privados. Lejos de constituir una ventaja, el actual sexenio ha sido una prueba para él por el duro golpeteo que daña la imagen de su negocio. El terreno que supuestamente vale 600 millones de pesos y fue adquirido “con información privilegiada” derivada de la construcción del Tren Maya, en realidad se ubica lejos del trazo de las vías y fue comprado por cuatro socios en 2009, nueve años antes de que AMLO ganara las elecciones. Cada uno de los socios puso 375 mil pesos. Una inversión que la prensa de oposición hace malabares para transformar en 600 millones de pesos, desaparece a los otros socios y atribuye, como súbito enriquecimiento, al director de la CFE. Los datos correctos están en el Registro Público de la Propiedad.
El burdo ataque de alguna manera es también un aviso a la próxima presidenta. Claudia Sheinbaum está a punto de designar al siguiente titular de la paraestatal. Además de las capacidades técnicas y profesionales para dirigir esta compleja empresa pública, tendrá que pensar en alguna figura que resista las demandas personales, las presiones contra familiares y los periodicazos. Son muchos los tiburones que navegan en estas aguas intoxicadas que desearían forzar, con el cambio sexenal, una “ventana de oportunidad” para sus negocios. Lo de este fin de semana fue una muestra de lo que están dispuestos a hacer.