El retiro de Joe Biden de la contienda por la presidencia de Estados Unidos hace soñar en la posibilidad de otro desenlace que no sea el triunfo de Donald Trump. Poco probable porque no será fácil que Kamala Harris, presunto relevo de Biden, logre en 100 días voltear los pronósticos tan inclinados a favor del republicano. O, de plano, que Michelle Obama, la única que supera a Trump en las encuestas de intención de voto, acepte convertirse en la candidata del Partido Demócrata. Cosa que ha rehusado categóricamente hasta ahora.
Por lo pronto, tenemos que asumir que a partir del 20 de enero del próximo año Donald Trump será la contraparte de Claudia Sheinbaum durante los primeros cuatro años del sexenio. Un enorme desafío, por donde se le mire.
Recientemente la revista The Economist publicó un balance de lo que Trump planteó durante su campaña en 2016 y lo que luego hizo como presidente los siguientes cuatro años. El saldo es tranquilizante; mucho quedó en palabrería. En parte se debió a la disfuncionalidad de su propio liderazgo para efectos operativos y estratégicos, y en parte a los contrapesos que existen en la sociedad estadunidense. Llama la atención, en particular, los muchos intereses del gran capital a favor del tratado comercial y el temor de que una excesiva restricción a la mano de obra barata que representa la migración provoque un aumento en la inflación. No tienen ninguna objeción al discurso beligerante del mandatario, pero sí mucho empeño para evitar que su aterrizaje a la realidad no afecte a sus intereses puntuales, y algunos de ellos, por fortuna están alineados a la relocalización y apertura comercial con México.
Sin embargo, hay varios factores que llevan a pensar que la segunda versión de Trump podría ser más dañina. Primero porque llegaría con mayor fuerza de la que tuvo. Por un lado, el trumpismo ha tomado el control del Partido Republicano de manera absoluta. Ya no hay figuras como la de John McCain que se atrevían a desafiarlo. Por otro, a un Congreso aún más favorable, se añadirá la complicidad del Poder Judicial, crecientemente conservador. Los republicanos mismos han experimentado un corrimiento hacia la derecha. Se ha enseñoreado una carga ideológica doctrinaria que en ocasiones eclipsa el realismo político y la preocupación por las necesidades del mercado que caracterizaban al Partido Republicano.
Segundo, porque el Trump que tomaría el poder en 2025 es distinto al de hace ocho años. La primera vez llegó a la Casa Blanca tras una sucesión de triunfos inesperados y asumió la presidencia con una idea más bien vaga de lo que quería hacer, además de un desconocimiento abismal de la administración pública. Recordemos que entró a la campaña, dicho por él mismo, como una manera de hacer branding a la marca Trump, clave para sus negocios. Unos meses más tarde era presidente. Pero tras cuatro años en el poder y otros cuatro para rumiar la experiencia tiene más idea de lo que quiere hacer. No es que posea una estrategia definida, porque es un hombre invariablemente sacudido por el voluntarismo y la volubilidad que le depara el día. Pero sus fobias y filias son más afinadas y tiene una mayor experiencia de cómo ponerlas en marcha.
Tercero, el cambio de interlocutor en nuestro país. Habría que cuidarse de exagerar el impacto de la supuesta amistad que lo ligaba con López Obrador. Pero haya tenido mayores o menores consecuencias, el hecho es que ya no será un factor de apoyo en la relación entre Palacio Nacional y la Casa Blanca. En ese sentido no ayudará la conocida misoginia de Trump. Una reciente biografía sobre Angela Merkel describe los dolores de cabeza que le provocó el machismo del neoyorquino; invariablemente se relacionaba con ella con un sesgo de género. La trataba con la displicencia de quien solo reconoce a otro macho alfa, de ahí el vago respeto que le merecen hombres fuertes como Putin, Xi Jinping o Viktor Orban, de Rusia, China y Hungría, respectivamente.
A las consabidas amenazas sobre migración y el muro fronterizo, acentuadas por la frustración de lo que no pudo conseguir en su primer intento, se añaden ahora la profundización de la rivalidad con China, al grado de comenzar a considerar el veto parcial o total incluso de todo lo que venga por vía de México, incluyendo armadoras de automóviles. Eso reducirá el potencial de la relocalización que México espera. En particular preocupan las señales de su deseo de revisar a fondo el tratado comercial, T-MEC, en 2026 cuando por estipulaciones contractuales deba ser valorado y ajustado.
El desafío para el gobierno de Claudia Sheinbaum es táctico y estratégico. Por un lado, cómo afrontar las coyunturas críticas puntuales que inevitablemente generarán decisiones y arrebatos de Trump. No será fácil repetir el espacio que López Obrador logró construir con su contraparte: la posibilidad de llamadas telefónicas personales y una actitud receptiva de parte del estadunidense. Se suponía que Marcelo Ebrard, próximo secretario de Economía, sería el enlace para todo lo referente a los temas comerciales, de relocalización e inversión extranjera en México. Su nombramiento no fue pensado para que fungiera como interlocutor de Trump, entre otras razones porque este solo interactúa con sus pares y en muchos países ni eso. Pero se asumía que sería nuestro operador con los cuadros de la próxima administración en estas materias. No está claro cómo quedará “su valor de cambio” frente a tales cuadros luego de las declaraciones despectivas de Trump sobre su persona este fin de semana.
La posibilidad de resolver esas minicrisis con la Casa Blanca tendrá que llevarlas la presidenta. En ese sentido habrá que reconocer la paciencia y habilidad que mostró López Obrador para nunca “engancharse” en las provocaciones de Trump. Será difícil encontrar el tono de equilibrio entre la dignidad y la prudencia para tratar con un bulleador como él. Lo fácil es envolverse en la bandera de la indignación, pero podría incidir en un alto costo a pagar en la situación económica de muchos mexicanos.
Y luego está la parte estratégica. Cómo construir una política exitosa de cabildeos en la opinión pública, la clase política y las redes de interés económico para que otros actores clave de la vida estadounidense presionen de manera directa o indirecta en favor de los temas que nos preocupan. Esperemos que el equipo de Sheinbaum considere el diseño de tal estrategia una prioridad, en proporción a lo mucho que está en juego. Eso o, de plano, encomendarnos a un milagro de parte de santa Michelle de Obama.