La detención de Claudia Sheinbaum en un retén en Chiapas por un grupo de encapuchados constituye una categórica señal de alarma. Es obvio que estaba acompañada por elementos de seguridad que prefirieron no intervenir para evitar un incidente mayor. Los del retén no exhibían armas, aunque seguramente las tenían, pero vecinos y pobladores aseguraron que se trataba de miembros del cártel de Sinaloa.
En la mañanera de este lunes, el presidente López Obrador prefirió restarle importancia y especuló que podía ser simplemente un acto de propaganda, porque “el que va a hacer un planteamiento ni va encapuchado ni está grabando”, afirmó. Quizá, pero hace ya un buen rato que el presidente López Obrador dejó de meterse entre multitudes o circular en espacios públicos; ahora viaja en aviones del Ejército y la mayor parte de los actos públicos durante sus giras tiene lugar en instalaciones militares. Me parece que es lo correcto. Durante años el tabasqueño aseguró que él no temía por su seguridad porque el pueblo lo defendía. Buena frase, pero insostenible en el ambiente convulso que vivimos.
Por una parte, estamos sujetos a la impredecible iniciativa de algún lunático. Hay indicios de que el reciente acuchillamiento del candidato Noé Ramos, quien buscaba reelegirse como presidente municipal de El Mante, Tamaulipas, fue obra de Eliud Guadalupe Murga, quien se consideraba un elegido de Dios para hacer justicia en la tierra. Alguien que subía a sus redes mensajes como el siguiente: “Lo mío es contra El Peje, porque, pues es él o soy yo. Esta es una guerra espiritual, yo sé que me están viendo de arriba y me están prestando su energía, tanto buena como mala, pero pienso que este político no se quiere ir, se está aferrando a la vida y yo también me tengo que aferrar por la vida de mis hijos”.
En eventos organizados a mar abierto, ningún sistema de seguridad es capaz de impedir irrupciones arbitrarias de personajes como este, dispuestos a inmolarse a cambio de dañar a una figura pública. Eliud se acercó a Ramos con el pretexto de tomarse una foto. Y uno no puede menos que preocuparse, en retrospectiva, al recordar las innumerables selfis que ambas candidatas se han tomado con quien se las ha pedido. Estamos jugando con fuego.
Una segunda fuente de preocupaciones es la polarización política. Hay mucho odio en algunos códigos postales. No solo la locura es mala consejera; también los fanatismos políticos. Sea producto de un tonto con iniciativa o de plano algún complot de ultras convencidos de que la desestabilización es preferible a la continuación del régimen.
Y desde luego, está el crimen organizado. Según datos periodísticos, este año se han registrado 25 asesinatos de candidatos en campaña o precampaña. Los menos fueron víctimas de la violencia que impera en sus regiones, otros cayeron como resultado de vendettas políticas y a manos de grupos rivales, pero se estima que la mitad o más proceden de bandas criminales. Se ha dicho que al narco no le interesa o aún no tiene la capacidad para sentirse con tamaños para intervenir en la elección presidencial. Y, es cierto, por lo general sus estrategias responden a lógicas regionales; las amenazas y los asesinatos en contra de candidatos obedecen a la disputa por el control de cabildos y muy particularmente por los mandos de seguridad pública local. En principio no tendría motivos prioritarios para organizar atentado contra de un candidato presidencial; o al menos no al grado de exponerse a la represalia que eso desencadenaría. Pero es una variable suelta, porque su lógica no siempre es la nuestra. En todo caso, ya existe el antecedente del intento de asesinato de Omar García Harfuch, en ese momento titular de la Secretaría de Seguridad de Ciudad de México y, en 2010, la ejecución del candidato a gobernador en Tamaulipas, Rodolfo Torre Cantú.
Lo cierto es que el horno no está para bollos. Claudia Sheinbaum y Xóchitl Gálvez no pueden hacer campaña como si se encontraran en Holanda o Alemania y exponerse a un atentado. De hecho, tras el asesinato del ex primer ministro japonés hace dos años en un acto electoral, ya ni en esos países las figuras políticas se atreven a incurrir en baños de pueblo. Son tiempos de fanatismos y de enorme polarización política.
Por lo demás, a estas alturas habría que cuestionar la utilidad de estas giras. Para ganar la Presidencia se requiere conseguir el voto de más de 30 millones de personas. Los actos públicos con, supongamos, 10 mil personas por jornada en los 40 días que nos restan sumarían 400 mil votos. Ni siquiera representan votantes a conquistar porque la mayoría de los asistentes ya son conversos de la causa. No es allí donde se ganarán las elecciones en la recta final. Los estrategas de campaña de todo el mundo saben que la visita a una fábrica o a una escuela no tiene como finalidad obtener el voto de obreros y estudiantes de ese lugar, sino la proyección de la foto al resto del electorado. Pero todo eso, en última instancia, corresponde al manejo de medios y puede conseguirse en espacios seguros para los propios candidatos.
Puede entenderse que la promoción del voto requiera la presencia de los candidatos en las principales poblaciones del país, pero tendría que hacerse de manera mucho más prudente. Visitas sin recorridos locales, templetes más aislados, eliminación de selfies, traslados mínimos, más entrevistas y reuniones con grupos específicos y menos en la arena pública.
A los cuartos de guerra de ambos lados puede parecerles que el riesgo es mínimo y que ninguna estrategia es menor con tal de aprovechar hasta el último resquicio. Y en efecto, lo normal es que no vaya a pasar nada. Pero para qué arriesgar. No se trata de actos de valentía o juego de probabilidades, sino de responsabilidad de los candidatos y sus equipos para con el resto del país. Vivimos tiempos anormales, mucho más violentos de los que padecíamos cuando Aburto se encontró con Colosio en Lomas Taurinas.